"Llega tu recuerdo en torbellino...
gira la cuchara del café”
Un día antes, fue el último café, acordado por mensaje de texto.
No fue diferente de los tantos otros,
consumidos durante más de treinta años, esos que acompañaron las horas
intensas de escudriñar en los derechos reales, en los cuentos de Borges,
o en los ensayos de Montaigne, en todo momento y en cada ocasión de
diálogo agudo o fragorosa discusión, siempre estuvo una taza de café
entre los dos, marcando el límite justo, entre el saber y el no saber,
la duda y la certeza y a veces, la verdad mal entendida. Sobre todo, esa
verdad no revelada, por extraño capricho del destino.
¿Qué era lo que tanto los unía, siendo
ustedes dos personas, tan diferentes, que vivían en mundos
diametralmente opuestos…? – preguntó el ex alumno periodista -
Seguramente, compartir mucho tiempo. - le respondí -
Quizá la edad de Roma y Grecia, los misterios
del Código de Hamurabí, la joven y entusiasta etapa de “hacer” radio,
cuando había una sola en toda la provincia.
El deporte a destajo en verano y en invierno,
la raíz del folclore cuando concebíamos alguna zamba herida de
nostalgias, y tantos chacarerales sentidos.
El cine de la siesta en todas sus dimensiones,
las canciones de Elvis, la magia de Los Iracundos y en estos días, la
revista Ñ de los sábados, como un ritual continuo.
El tiempo se deslizó presuroso, y casi sin
darnos cuenta, se nos fue de las manos la primorosa y tierna juventud,
ese divino tesoro de Darío, que sin lugar a dudas, creo que supimos
aprovechar, pues nunca dejamos de reconocer, más aciertos que
desventuras.
Nos unió una amistad a prueba de todo. Mejor
dicho un compañerismo a ultranza, reflejado en cada uno de nuestros
actos, construidos sobre dos fuertes cimientos apoyados en la sinceridad
y el respeto.
“Te evoco sin razón, te escucho sin que estés...”
Luís Marcelo Quiroga
(1948-2007) fue sin dudas, un hombre de bien, así como se definía a la
gente en otros tiempos. Vivió en plenitud el ritual de las cosas simples
y espontáneas, totalmente ajeno a las mieles de la vanidad y del boato.
Con la fortaleza y el ímpetu de
un autentico soldado romano, concibió el alto compromiso de vivir. Casi
siempre callado, prudente y mesurado, casi imbuido en la meditación de
los que saben. ¡Hay para qué vas a callar al silencio...! Murmuraba,
elucidando a Trullenque. Hay que tratar de ser feliz, y vivir en paz,
porque la vida es corta.
Fue en todo tiempo la viva imagen de la
sencillez, seguramente heredada de sus ancestros de allí, de su
Atamisqui lejano y presente, en donde cultivó sus dones de guitarrero y
una inclinación desmesurada por las artesanías, la música y la historia,
el habla y el sentir del santiagueño y el sostenido orgullo por la
Sacha guitarra.
¿Dónde se esconden los ecos del ayer que no
se encuentran? La camiseta de básquet de aquel glorioso Defensores del
Sur, la roja del club Santiago de la calle Urquiza, y la marcha de la
hinchada aurinegra las siestas de domingo, la primera corbata del joven
maestro de grado, de la Escuela Normal.
Nunca quiso acercarse a la política, ni
aceptó cargos oficiales, porque pensaba que la ética se interponía entre
el policía probo y el funcionario público.
Y sin embargo para regocijo de la paradoja,
durante la era hegemónica del juarismo, fue dejado cesante por “inepto”
sin ningún otro calificativo, según reza el decreto de la época. Claro,
que tuvieron que reintegrarlo cuando un “nuevo estilo” gobernó la
provincia dando la espalda a esa “dictadura” democrática y advirtió el
atropello.
A pesar de su temperamento tranquilo y
campechano, se formó en el fragor de una rígida disciplina policial,
arrancó bien de abajo hasta llegar bien arriba. Trabajó siempre sin
relojes. El deber no cumple horarios. ¡Miren esas enormes puertas de la
jefatura de policía (lamentablemente quemadas no hace mucho), esas
puertas, no se cierran nunca, comentaba a sus alumnos, porque la policía
atiende las veinticuatro horas de todos los días!
Y sin embargo, tanto trabajo no menguó su
afán superador y supo hacer un aparte, para transitar los pasillos de la
universidad a fines de los setenta, cuando pocos sabían lo que trababa
la Sociología.
Después llegó el tiempo del Derecho y el
equilibrio ecuánime en los diversos roles de estudiante, de oficial y
profesor formador de cadetes y si por ahí sobraban algunas horas libres,
había que leer o escribir, como una forma de vivir en plenitud.
“Lo mismo que el café... que el vértigo final”
Muchas veces a la luz de la metafísica y
desde el conocimiento fragmentado de la vida y de las obras de y a
quienes, consideramos como nuestros maestros
(Jesucristo-Séneca-Aristóteles-Maquiavelo), alguna vez llegamos también a
imaginar la presencia obligada de la muerte. ¿Cuál será nuestro
destino? ¿Y el cómo y el porqué y el último epitafio?
Pero debo confesarlo que nunca nos atrevimos,
ni siquiera ha presentir, que podría la tragedia interponerse artera,
arrasando de cuajo una vida de sueños y de tantos proyectos inconclusos,
en la mejor etapa de una existencia plena, justo en la época de
cosechas... de lo tanto sembrado.
Esta ausencia urgente y repentina hoy me hace
entender la razón del sacrificio aprovechado. Porque no todos llegamos a
ser merecedores en este transito efímero, del reconocimiento publico,
en maza, a lo grueso, al barrer – como dijera Güiraldes - de tantos
amigos, como tanto dolor, a causa de tanto duelo.
Últimamente, ya retirado de las filas
policiales pudo probar una vez más, su vocación de servicio, su hombría
de bien y su adicción al trabajo al aceptar seguir al frente de la
formación de soldados en su Escuela de Policía, como profesor, pero con
carácter ad-honorem.
En fin. Siempre llegamos a ese punto en que
casi se aproxima al infinito, donde sobran las preguntas y huelgan las
respuestas, donde sin vacilar nos reconocernos frágiles e inmensamente
vulnerables.
Es un punto que nos lleva ha asomarnos sigilosos
a mirar la nada, que es igual que internalizarse en uno mismo,
descubriendo la pequeñez humana, la que se extiende hasta la misma
realeza del Hombre.
“ Y entonces comprendí mi soledad sin para qué…”
Ahora que ya no está entre nosotros, no
quedan más que rostros tristes entre quienes formamos su ronda de
amigos, al igual que el reflejo de muchas lágrimas repentinamente
derramadas desde la incomprensión y el desconcierto.
Quizá por ello, siento que se asoman
sigilosas, tantas necesarias angustias que querrán – sin poder -
explicar lo que sabemos que es inexplicable.
Es verdad, hay cosas que son irremplazables,
porque tienen asignadas en esta vida, la misma misión que una flor
cualquiera, que crece en la plenitud de su esplendor, nos deleita al
pasar y nos aroma de esencias, antes del desgajo cruel de la partida.
No es fácil darle la espalda al desamparo. Y
apelar de inmediato, al borrón y cuenta nueva, para que así, pueda
cerrar el inventario de tantas emociones compartidas.
No hay mejor síntesis que lograr explicar lo difícil, desde lo simple.
Por ello lo de la taza de café, todo comprendido y fusionado en éste adiós de tango. Aunque ya lo sabíamos. Y la vida va…
(*) Los subtítulos son fragmentos del tango: El último café de Cátulo Castillo. (1963).-
Publicado en el diario El Liberal, junio 10 de 2007.
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