Lo conocí sentado en un banco improvisado hecho de un árbol caído, bajo la
sombra de un frondoso paraíso que cubría íntegramente el frente de su casa. A
su alrededor, dos de sus serviciales hermanas –Niña y Pastora–, más otros tres
–Mandrake, Mocho y Pichón– conformaban su séquito familiar.
A esa postal reiterada, la
recuerdo asomando los años sesenta. Todos en la vereda, en completo silencio,
despuntando la tarde, viendo pasar la vida.
Aquella aparente calma traducida en rutina, se replicaba puntualmente entre la
víspera de la navidad y el último día del mes siguiente.
Así fue como Pinguy comenzaba sus vacaciones
brindando con sus hermanos, sin detener el festejo ni un solo día, hasta el fin
de enero.
Fue sin dudas, el menor de
todo ese tronco familiar que lo circundaba y el único de la casa, que trabajaba
en la dura tarea de la albañilería. Eso, con seguridad, lo convirtió en amo y
señor del dominio, ya que por intermedio de sus hermanas, aportaba la comida
para todos los integrantes de la familia Juárez
.Adusto, observador, serio,
siempre callado, partía como de costumbre al filo de la madrugada cargando una
escalera sobre la parrilla de su bicicleta, con el cielo santiagueño de
testigo. La bicicleta crujía, bajo el
peso de la escalera de madera, marcada por un clavo torcido y una raya de
cemento seco, mientras en su bolsa de lona llevaba quizá algún termo con agua
tibia y un trozo de tortilla de maíz que Niña le preparaba la noche anterior,
envuelto en un paño
Trabajaba en construcciones
de adobe y ladrillo en los barrios orilleros de nuestra ciudad, donde todavía se
levantaban casas con techos de chapa. Sus manos, callosas como la tierra roja,
amasaban el mortero al ritmo de las chacareras que tarareaba en silencio, al
eco de las radios que sonaban en las obras.
A veces, un compañero le
ofrecía un mate amargo entre ladrillos, y Pinguy
asentía con esa seriedad adusta, guardando su aliento para el grito de…
"¡Yo soy Serafín Juárez!" que reservaba para ocasiones especiales Regresaba al caer la tarde, para esperar la
noche, en la puerta de su casa bajo el entorno del mítico paraíso.
Así recuerdo la historia de
su vida, sin ningún matiz que se contraponga a ese rito del trabajo diario,
interrumpido solo una vez al año, coincidente con la hora de los brindis.
Bajo el frondoso paraíso, Niña y Pastora eran el corazón silencioso del clan
Juárez. Niña, con sus manos ágiles, tejía esteras de juncos recogidos del Río
Dulce, que usaban para sentarse en la vereda durante las tardes de calor.
Pastora, más reservada,
tendedora de ropa al sol, preparaba infusiones de hierbas —manzanilla o
peperina— que llenaban el aire con un aroma fresco, mientras vigilaba que
Mandrake, Mocho y Pichón no se metieran en líos cuando estaba caliente el juego
de la taba.
Las Juárez mantenían la casa viva con pequeños rituales: un fogón
encendido para el locro en las vísperas de Navidad, y un altar sencillo con una
Virgen del Valle que decoraban con flores lilas caídas del árbol.
Cuando Pinguy regresaba, lo esperaban con un mate cebado, y el paraíso
proyectaba sombras que danzaban como un telón para esa rutina sagrada
al grito de: "¡Yo soy Serafín Juárez!", solía manifestarse a viva
voz, lo que fue la única expresión que se le conoció a lo largo de su vida.
Tal vez el propietario de un
récord, consistente en beber durante un mes y diez días ininterrumpidos, durante
todos los años que signaron su existencia y finalizar ese periplo con la vuelta
al trabajo y volver a empezar
Recién redescubrí esta vieja
fotografía que me supo regalar el mítico periodista Pedro Vozza Sola y recordé estas anécdotas del tiempo de mi niñez,
este domingo de un fin de enero, en tiempo de pandemia.
