Lo conocí sentado en un banco improvisado, bajo la sombra de un frondoso paraíso que cubría íntegramente el frente de su casa. A su alrededor, dos de sus serviciales hermanas –Niña y Pastora- , más otros tres – Mandrake, Mocho y Pichón- conformaban su sequito familiar.
A esa postal reiterada, la
recuerdo asomando los años sesenta. Todos en la vereda, en completo silencio,
despuntando la tarde, viendo pasar la vida.
Aquella aparente calma
traducida en rutina, se replicaba puntualmente entre la víspera de la navidad y
el último día del mes siguiente.
Así fue como Pinguy comenzaba sus vacaciones
brindando con sus hermanos, sin detener el festejo ni un solo día, hasta el fin
de enero.
Fue sin dudas, el menor de
todo ese tronco familiar que lo circundaba y el único de la casa, que trabajaba
en la dura tarea de la albañilería. Eso, con seguridad, lo convirtió en el
señor del dominio ya que por intermedio de sus hermanas, aportaba la comida
para todos los integrantes de la familia Juárez.
Adusto, observador, serio,
siempre callado, partía como de costumbre al filo de la madrugada cargando una
escalera sobre la parrilla de su bicicleta, regresando al caer la tarde, para
esperar la noche, en la puerta de su casa bajo el entorno del mítico paraíso.
Así recuerdo la historia de
su vida, sin ningún matiz que se contraponga, a ese rito del trabajo diario,
interrumpido, solo una vez al año, coincidente con la hora de los brindis.
Al grito de: Yo soy Serafín Juárez, solía manifestarse a
viva voz, lo que fue la única expresión que se le conoció a lo largo de su
vida. Tal vez el propietario de un record, consistente en beber durante un mes
y diez días ininterrumpidos, durante todos los años que signaron su existencia
y finalizar ese periplo, con la vuelta al trabajo y volver a empezar.
Recién redescubrí esta vieja
fotografía que me supo regalar el mítico periodista Pedro Vozza Sola y recordé estas
anécdotas del tiempo de mi niñez, este domingo de un fin de enero, en tiempo de
pandemia.
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