Pocholo caminaba por las calles de tierra del barrio, arrastrando los pies con ese ritmo pausado, casi como si midiera el tiempo con cada paso.
El polvo ocre se levantaba en pequeñas nubes a
su paso, pegándose a los bordes gastados de sus zapatillas. Con su mirada
aguda, de halcón, escudriñaba cada detalle del entorno: el movimiento de un
perro flaco cruzando la esquina, el murmullo de las vecinas en la vereda, el
aroma a pan recién horneado que se escapaba de alguna casa.
Nada le pasaba
desapercibido. Fumaba con una intensidad que parecía desafiar al tiempo, el
cigarrillo siempre colgando de sus labios, soltando volutas de humo que se
mezclaban con el aire seco del mediodía santiagueño. Últimamente, se lo veía
pedaleando en su bicicleta vieja, con el manubrio algo torcido, pero con la
misma atención de siempre, como si el mundo entero fuera un rompecabezas que él
descifraba en silencio.
Tenía una memoria
prodigiosa. Pocholo no olvidaba nada. Recordaba hasta el más mínimo detalle de
nuestra infancia: las tardes-noche en las esquinas, las risas compartidas bajo
el sol abrasador, los nombres de todos los compañeros del glorioso Patagonia
Central, aquel equipo de básquet que nos unió.
Yo llegaba a la
primera categoría, lleno de entusiasmo, justo cuando él, ya veterano, se
retiraba a la segunda, con esa calma de quien sabe que ha dejado todo en la
cancha. A veces, el destino nos cruzaba en alguna esquina cualquietra, y
entonces nos perdíamos en recuerdos. Hablábamos de aquellos partidos épicos,
del crujir de las zapatillas contra el piso encerado, del eco de los gritos que
salían del gimnasio.
Pero también evocábamos los domingos en la
cancha de Unión, nuestro otro templo. Ahí, con nuestras camisetas mil rayas,
coreábamos hasta quedar roncos: “Unión a morir”. Pocholo siempre estaba en la
tribuna, con un termo de mate bajo el brazo,o una cervecita al pasar, comentando cada jugada con esa pasión
contenida, pero feroz.
Era un hombre
sencillo, austero como los eucaliptos que flanquean la cancha de Union.
Disciplinado, de esos que no necesitan alardear para hacerse respetar. Vivía bien,
porque trabajo siempre, pero su corazón era inmenso, como el horizonte
santiagueño al atardecer.
No hace mucho,
Pocholo se fue al otro mundo, llevándose consigo ese brillo en la mirada y sus
historias. Hace unos días, revolviendo cajones, encontré una foto vieja: -en
blanco y negó- sonriendo apenas, bajo un cielo gris que amenazaba lluvia. Esa
imagen me hizo desandar caminos, volver a esas calles de tierra, a los ecos de
la cancha, a los domingos de mates y gritos. Por eso escribo este recuerdo, en
una mañana lluviosa de Santiago, con el aire húmedo colándose por la ventana,
como si Pocholo, desde algún lugar, me guiñara el ojo.
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