Son inimaginables las cosas que nos ocurren en el tránsito permanente de la vida. Los recuerdos, como piezas de un rompecabezas, se ensamblan en nuestra memoria, invocados por la chispa de una imagen, un aroma o una melodía.
Los dorados setenta, como me
gusta llamarlos, fueron una danza de asombro y descubrimiento, un tiempo donde
las culturas del mundo se entrelazaban en un Buenos Aires que vibraba con
promesas y novedades. Desde el cine hasta la música, desde la pintura hasta la
efervescencia de la noche porteña, todo parecía conspirar para deslumbrarnos.
En aquellos años, la Capital
Federal era un faro lejano, un sueño casi inalcanzable para quienes vivíamos a
kilómetros de su vorágine. No era solo la distancia lo que la hacía remota,
sino la sensación de que allí, en ese gran orbe, se gestaban expectativas
imposibles, donde el arte y la vida se renovaban sin cesar. Y en el corazón de
esa Buenos Aires mítica brillaba el Mau Mau, el boliche que encarnaba el
glamour y la sofisticación. En la calle Arroyo, entre Suipacha y
Esmeralda, los hermanos mellizos Alberto y José Lata Liste, abrieron
en 1964 un boliche exclusivo para 300 almas, con sillones de piel de cebra y un
aire de safari sofisticado
Fue sin duda un lugar “in”,
como decían entonces, donde el jet-set porteño y figuras como Liza Minelli,
Omar Sharif o Cristina Onassis se mezclaban con la magia de la noche. Allí,
Roberto Carlos grabó un disco en vivo, y el eco de esas veladas resonaba en los
sueños de generaciones. Nunca olvidaré al hincha “Pucho Salvarierra” en el
estadio de Central Córdoba, gritando desde la platea con su inconfundible “lata
liste, lata liste”, un canto que, para los iniciados, significaba “baile,
baile”. Quizás los hermanos José y Alberto Lata Liste, creadores del Mau Mau,
encontraron en esa expresión una chispa de inspiración.
O tal vez, como sugiere la
historia, el nombre evocaba la rebeldía de los Mau Mau, aquellos guerrilleros
keniatas que desafiaron al imperio británico en los años 50, sembrando las
semillas de la independencia de Kenia. Sea como fuere, el Mau Mau porteño era
un templo, un portal hacia un mundo de lujo y fantasía.
“Nunca soñé con cruzar sus
puertas, pero una cálida noche de los noventa el destino me llevó hasta allí. Había
quedado en encontrarme con ella, mi amiga, una azafata espectacular cuya
presencia iluminaba cualquier lugar. Su elegancia natural, su sonrisa que
parecía guardar los secretos de los cielos que surcaba, y ese aire de aventura
que la envolvía hacían que estar a su lado fuera como viajar sin moverse.
La pasé a buscar por su
casa, pensando en un café tranquilo y una charla interminable. Pero algo en el
aire nos guió, sin planearlo, hasta la mítica esquina del Mau Mau. Nos
detuvimos frente a la entrada, nos miramos en silencio, y una chispa de
complicidad nos empujó hacia adelante.
La puerta estaba custodiada por Julio Fraga, el que decidía quién entraba y quién no, de acuerdo con las directivas de José Lata Liste, en relación con la vestimenta. Los hombres sólo con saco y corbata y las mujeres, con vestidos de soirée, alta noche. Yo sabía que en cierta oportunidad no pudo entrar el talentoso deportista Guillermo Vilas porque estaba con zapatillas. Tampoco Johnny Hallyday y Silvie Vartan. A los dueños no les importaba dejar afuera a quien no cumpla con sus exigencias.
Aquella noche, el morocho de
la puerta, figura casi legendaria del lugar, nos dio la bienvenida con un
“buenas noches” que resonó como un pase mágico. Dos patovicas abrieron las
puertas, y de pronto, estábamos dentro. El Mau Mau era todo lo que había soñado
y más: mesas íntimas iluminadas por veladores que derramaban una luz suave,
sillones que invitaban a perderse en la noche, y un aire cargado de promesas. El
aire olía a perfume francés y tabaco importado, mientras un jazz suave se
deslizaba entre las risas y el tintineo de las copas. Parecía un sueño en que
oficiaba de protagonista, un provinciano deslumbrado, cruzando esas puertas con
el corazón en la garganta.
El champán, servido en cristal
que parecían brillar, fue el más exquisito que he probado jamás, pero no era
solo el sabor: era la compañía, el latir acelerado de mi corazón, el perfume de
su piel que por momentos me hacía flotar. Ella, con su porte de azafata que
había recorrido el mundo, parecía encajar perfectamente en ese escenario de
glamour. Sus ojos inmensamente verdes reflejaban las luces del salón, y su risa
era una melodía que competía con la música de fondo. Mientras
hablaba de sus viajes por cielos lejanos, sus manos dibujaban mapas invisibles,
y yo no sabía si estaba en el Mau Mau o volando con ella a París
Hablamos, reímos, y por un
instante, el tiempo se detuvo. El Mau Mau no era solo un lugar; era un estado
de ánimo, un refugio donde los sueños se hacían tangibles. Hoy, al enterarme de
la muerte del creador de aquel santuario de la noche porteña, volví a esa noche
en mi mente. Y mientras escribo estas líneas, me siento como el personaje de
Discepolo en “Café de los Angelitos”, con la ñata contra el vidrio, mirando
hacia atrás, añorando esa Buenos Aires que ya no existe, pero que vive
eternamente en el corazón. Porque esa noche, junto a mi amiga, la de una
belleza espectacular, no fue solo una visita al Mau Mau: fue un viaje a la
eternidad de un momento perfecto.
Mau Mau cerró en 1994. Su creador José Lata Liste, murió en junio de 2011, cuando tenía 78 años. Su hermano Alberto había muerto unos años antes. En 1998 el edificio fue demolido y allí se construyeron dos torres de once pisos cada una. Allá lejos se recuerda aquel glamour de cada madrugada, cuando Isidoro Cañones después de ‘reventar’ la noche pedía el desayuno en La Rambla o en La Biela. Hoy, mientras escribo, sobre el aura del Mau Mau advierto que es mucho más que un recuerdo, porque esa noche sigue viva, como si el champán aún burbujeara en mi memoria...
“De chiquilín te miraba de afuera
como a esas cosas que nunca
se alcanzan...
La ñata contra el vidrio, en
un azul de frío,
que sólo fue después
viviendo igual al mío...” (1)
FUENTE:
Cafetin de Buenos Aires, Tango (1948) autores: Mores y
Discepolo

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