sábado, 1 de febrero de 2025

LA ÑATA CONTRA EL VIDRIO


Freddy  me vió llegar a la distancia. Clavó sus ojos en mis mocasines, miró el reloj y  mi corbata. No dijo nada... salvo una extraña reverencia que posibilitó la apertura de la puerta y el ingreso al boliche
  
Son inimaginables las cosas que nos ocurren en el tránsito permanente de la vida. Los recuerdos, como piezas de un rompecabezas, se ensamblan en nuestra memoria, invocados por la chispa de una imagen, un aroma o una melodía.

Los dorados setenta, como me gusta llamarlos, fueron una danza de asombro y descubrimiento, un tiempo donde las culturas del mundo se entrelazaban en un Buenos Aires que vibraba con promesas y novedades. Desde el cine hasta la música, desde la pintura hasta la efervescencia de la noche porteña, todo parecía conspirar para deslumbrarnos.

En aquellos años, la Capital Federal era un faro lejano, un sueño casi inalcanzable para quienes vivíamos a kilómetros de su vorágine. No era solo la distancia lo que la hacía remota, sino la sensación de que allí, en ese gran orbe, se gestaban expectativas imposibles, donde el arte y la vida se renovaban sin cesar. Y en el corazón de esa Buenos Aires mítica brillaba el Mau Mau, el boliche que encarnaba el glamour y la sofisticación.

Fue sin duda un lugar “in”, como decían entonces, donde el jet-set porteño y figuras como Liza Minelli, Omar Sharif o Cristina Onassis se mezclaban con la magia de la noche. Allí, Roberto Carlos grabó un disco en vivo, y el eco de esas veladas resonaba en los sueños de generaciones. Nunca olvidaré al hincha “Pucho Salvarierra” en el estadio de Central Córdoba, gritando desde la platea con su inconfundible “lata liste, lata liste”, un canto que, para los iniciados, significaba “baile, baile”. Quizás los hermanos José y Alberto Lata Liste, creadores del Mau Mau, encontraron en esa expresión una chispa de inspiración.

O tal vez, como sugiere la historia, el nombre evocaba la rebeldía de los Mau Mau, aquellos guerrilleros keniatas que desafiaron al imperio británico en los años 50, sembrando las semillas de la independencia de Kenia. Sea como fuere, el Mau Mau porteño era un templo, un portal hacia un mundo de lujo y fantasía.

Jamás imaginé que cruzaría sus puertas, pero una noche cálida, a comienzos de los noventa, el destino me llevó hasta allí. Había quedado en encontrarme con ella, mi amiga, una azafata espectacular cuya presencia iluminaba cualquier lugar. Su elegancia natural, su sonrisa que parecía guardar los secretos de los cielos que surcaba, y ese aire de aventura que la envolvía hacían que estar a su lado fuera como viajar sin moverse.

La pasé a buscar por su casa, pensando en un café tranquilo y una charla interminable. Pero algo en el aire nos guió, sin planearlo, hasta la mítica esquina del Mau Mau. Nos detuvimos frente a la entrada, nos miramos en silencio, y una chispa de complicidad nos empujó hacia adelante.

El morocho de la puerta, una figura casi legendaria del lugar, nos dio la bienvenida con un “buenas noches” que resonó como un pase mágico. Dos patovicas abrieron las puertas, y de pronto, estábamos dentro. El Mau Mau era todo lo que había soñado y más: mesas íntimas iluminadas por veladores que derramaban una luz suave, sillones que invitaban a perderse en la noche, y un aire cargado de promesas.

El champán, servido en copas que parecían brillar, fue el más exquisito que he probado jamás, pero no era solo el sabor: era la compañía, el latir acelerado de mi corazón, el perfume de su piel que por momentos me hacía flotar. Ella, con su porte de azafata que había recorrido el mundo, parecía encajar perfectamente en ese escenario de glamour. Sus ojos inmensamente verdes reflejaban las luces del salón, y su risa era una melodía que competía con la música de fondo.

 Hablamos, reímos, y por un instante, el tiempo se detuvo. El Mau Mau no era solo un lugar; era un estado de ánimo, un refugio donde los sueños se hacían tangibles. Hoy, al enterarme de la muerte del creador de aquel santuario de la noche porteña, volví a esa noche en mi mente. 

Y mientras escribo estas líneas, me siento como el personaje de Discepolo en “Café de los Angelitos”, con la ñata contra el vidrio, mirando hacia atrás, añorando esa Buenos Aires que ya no existe, pero que vive eternamente en el corazón. Porque esa noche, junto a mi amiga, la de una belleza espectacular, no fue solo una visita al Mau Mau: fue un viaje a la eternidad de un momento perfecto.

 “ De chiquilín te miraba de afuera

como a esas cosas que nunca se alcanzan...

La ñata contra el vidrio,

en un azul de frío,

que sólo fue después viviendo

igual al mío...”  (1)

 .
1 Cafetín de Buenos Aires, Tango (1948) autores:  Mores y  Discepolo 





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