viernes, 15 de marzo de 2024

P A P U R A. . .

 

                                        

Fue a mediados de los 70 cuando, visitando la casa solariega, lo encontré en el patio jugando con mi hijo mayor que tendría unos cuatro o cinco años.  Mi hermana, que también participaba del juego, me dijo: se llama Luis y vive a media cuadra.

No lo recordaba como a un integrante del barrio, quizá porque mi memoria de entonces se concentraba en el lugar en donde residía, lejos del regimiento y el fugaz servicio militar, de la cancha de Patagonia en donde aprendí a jugar un básquet rudo  y de la cancha de Unión a donde hacíamos cola para que Tuchi nos dejara pasar sin pagar entrada.

Él, no pertenecía a ese tiempo o quizá era invisible a mis ojos. Después, se repetía el comienzo, y lo encontraba a diario en la puerta de mi vieja casona, siempre al servicio de mis padres y dispuesto a pasear a mi hijo, quien sentía un afecto especial por ese amigo grande, a quien lo acompaño con su amistad, hasta el fin de sus días.

Nunca escuché que lo llamaran por su nombre, le decían Papura ¿?  Y él respondía conforme a ese apelativo. Con el paso del tiempo, se fue integrando espontáneamente a mi círculo de amistades, convirtiéndose en el organizador de las tertulias con viejos amigos en la ya deshabitada casa paterna.

Siempre pregunté por su origen y nunca obtuve respuestas. Parecía como recién llegado, no sé de donde, tampoco a que labor dedicaba su existencia. Tan solo se lo veía deambular por esa calle de tierra en donde jugaba con los niños y se divertía más que ellos.

De mediana estatura, piel trigueña, ojos oscuros, pelo ralo, sonrisa permanente, se arrimaba en silencio y observaba callado las conversaciones, pero siempre estaba a la expectativa de poder participar, realizando cualquier tipo de actividad que se le indicara. Esa actitud le valió para que se lo extrañara, cuando no estaba y para que preguntásemos por él.

Tenía alguna dificultad en el habla, quizá por ello su discreto silencio, lo que no le impedía contar chistes, descifrar sobrenombres, y hacer resaltar su carcajada estridente cuando calificaba a todos los presentes.

Con el correr de los años se fue transformando en un joven robusto, pero con actitud de niño, simple, educado, discreto y por sobre todas las cosas atento, desbordando amabilidad. A mediados de los 90, me visitó en mi casa, lo que en verdad me sorprendió, era para pedirme algún trabajo, en lo que sea, “porque esta dura la situación”, me dijo con angustia.

Intercedí para que lo nombraran en la policía, días antes de renunciar a un cargo político. Me comentaron que lo habían traslado al interior de la provincia, con el cargo de agente.

Pasaron los años y no hace mucho lo vi, al pasar, sentado en la vereda de un bar, al frente de los tribunales, a donde suelo ir a desayunar. Cuando volví del estacionamiento, ya no estaba. Le pregunté al mozo, por el señor de la mesa del medio. Me dijo recién abrimos, es el primer cliente.

Días después me informaron su fallecimiento. Sin duda, que ese día me buscó, para despedirse.

 

 

 

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