Fue a mediados de los 70 cuando, visitando la casa solariega, lo encontré en el patio jugando con mi hijo mayor que tendría unos cuatro o cinco años. Mi hermana, que también participaba del juego, me dijo: se llama Luis y vive a media cuadra.
No lo recordaba como a un
integrante del barrio, quizá porque mi memoria de entonces se concentraba en el
lugar en donde residía, lejos del regimiento y el fugaz servicio militar, de la
cancha de Patagonia en donde aprendí a jugar un básquet rudo y de la cancha de Unión a donde hacíamos cola
para que Tuchi nos dejara pasar sin
pagar entrada.
Él, no pertenecía a ese
tiempo o quizá era invisible a mis ojos. Después, se repetía el comienzo, y lo
encontraba a diario en la puerta de mi vieja casona, siempre al servicio de mis
padres y dispuesto a pasear a mi hijo, quien sentía un afecto especial por ese
amigo grande, a quien lo acompaño con su amistad, hasta el fin de sus días.
Nunca escuché que lo
llamaran por su nombre, le decían Papura
¿? Y él respondía conforme a ese
apelativo. Con el paso del tiempo, se fue integrando espontáneamente a mi
círculo de amistades, convirtiéndose en el organizador de las tertulias con
viejos amigos en la ya deshabitada casa paterna.
Siempre pregunté por su
origen y nunca obtuve respuestas. Parecía como recién llegado, no sé de donde, tampoco
a que labor dedicaba su existencia. Tan solo se lo veía deambular por esa calle
de tierra en donde jugaba con los niños y se divertía más que ellos.
De mediana estatura, piel
trigueña, ojos oscuros, pelo ralo, sonrisa permanente, se arrimaba en silencio
y observaba callado las conversaciones, pero siempre estaba a la expectativa de
poder participar, realizando cualquier tipo de actividad que se le indicara.
Esa actitud le valió para que se lo extrañara, cuando no estaba y para que preguntásemos
por él.
Tenía alguna dificultad en
el habla, quizá por ello su discreto silencio, lo que no le impedía contar
chistes, descifrar sobrenombres, y hacer resaltar su carcajada estridente cuando
calificaba a todos los presentes.
Intercedí para que lo
nombraran en la policía, días antes de renunciar a un cargo político. Me
comentaron que lo habían traslado al interior de la provincia, con el cargo de
agente.
Pasaron los años y no hace
mucho lo vi, al pasar, sentado en la vereda de un bar, al frente de los tribunales,
a donde suelo ir a desayunar. Cuando volví del estacionamiento, ya no estaba.
Le pregunté al mozo, por el señor de la mesa del medio. Me dijo recién abrimos,
es el primer cliente.
Días después me informaron
su fallecimiento. Sin duda, que ese día me buscó, para despedirse.
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