domingo, 18 de mayo de 2025

P A P U R A. . .

 

                                        

Fue a mediados de los 70, en una visita a la vieja casa solariega de mis padres, cuando lo vi por primera vez. Allí, en el patio polvoriento, jugaba con mi hijo mayor, que entonces tendría cuatro o cinco años. Mi hermana, que correteaba con ellos entre risas, me lo presentó: “Se llama Luis y vive a media cuadra”.
No lo recordaba como parte del barrio. Mi memoria de aquellos años estaba anclada en otros lugares: el regimiento donde cumplí un fugaz servicio militar, la cancha de Patagonia donde aprendí un básquet rudo, o las tardes en la cancha de Unión, haciendo cola para que Tuchi nos dejara pasar sin pagar entrada. Luis, quizás, era invisible a mis ojos entonces, o tal vez su presencia discreta aún no había calado en mi rutina.
Con el tiempo, Luis se convirtió en una figura constante. Lo encontraba casi a diario en la puerta de la casona, siempre dispuesto a ayudar a mis padres o a pasear a mi hijo, quien lo adoraba como a un amigo grande. Mi pequeño lo seguía con entusiasmo, y Luis, con su sonrisa perpetua, le devolvía un cariño genuino que perduró hasta el final de sus días.
Nunca lo escuché responder a su nombre. Todos lo llamaban “Papura”, un apodo que aceptaba con naturalidad, aunque nunca supe de dónde venía. Con los años, se integró a mi círculo de amigos como si siempre hubiera estado allí, organizando tertulias en la ya deshabitada casa paterna, donde las risas y los recuerdos llenaban el aire.
Luis era un misterio. Nadie sabía de dónde venía ni a qué dedicaba sus días. Solo se lo veía deambular por la calle de tierra, jugando con los niños del barrio, riendo más fuerte que ellos. 
De mediana estatura, piel trigueña, ojos oscuros y pelo ralo, siempre llegaba en silencio, observando las conversaciones con atención. Hablaba poco, quizás por una leve dificultad en el habla, pero cuando lo hacía, sus chistes y comentarios desataban carcajadas. Su risa estridente resonaba, y tenía un talento especial para inventar sobrenombres que hacían reír a todos.
Con el paso del tiempo, Luis dejó de ser aquel joven delgado para convertirse en un hombre robusto, pero su espíritu seguía siendo el de un niño: simple, educado, atento y desbordante de amabilidad. A mediados de los 90, me sorprendió con una visita a mi casa. “La situación está dura”, me dijo con una mezcla de angustia y timidez, pidiéndome ayuda para encontrar trabajo. Intercedí por él, y poco después lo nombraron agente de policía y lo trasladaron al interior de la provincia.
Pasaron los años, y no volví a verlo hasta un día, no hace mucho, cuando pasé por un bar frente a los tribunales, donde suelo desayunar. Lo vi sentado en una mesa, solo, mirando la calle. Cuando regresé del estacionamiento, ya no estaba. Pregunté al mozo por “el señor de la mesa del medio”. “Recién abrimos, fue el primer cliente”, me respondió.
Días después, me llegó la noticia de su muerte. No pude evitar pensar que aquella mañana, Luis estuvo allí para despedirse. Su partida dejó un vacío silencioso, como su presencia en nuestras vidas: discreta, pero imborrable

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