La noticia llegó helada, como la
triste y fría sensación de esta mañana. Una vez más nos dejó un talentoso
creador, músico, compositor y cantante de excepción como lo fue Rubén
Juárez.
Lo conocí a fines de la década
del sesenta cuando Pipo Mancera lo presentó en sus Sábados Circulares, como a
un muchacho del interior del país (Córdoba) que no solo cantaba tangos con una
voz y acento bien particular, si no que se acompañaba él mismo con su
bandoneón, lo que no es tarea fácil.
Apuesto, delgado, con impecable
traje negro, aparecía sentado en un taburete desde donde arrancaba preludios a
un fuelle de color blanco, nunca visto antes, lo que significaba una imagen
original y novedosa para la época.
Desde aquella presentación, a sus
últimos días, era otro Rubén el que se veía sobre los escenarios tangueros.
Había subido tanto de peso que su figura esbelta y alineada contrastaba con un
sobrepeso más que considerable.
Dueño de un fraseo vanguardista y
estético le imprimió al tango un sello característico y fácilmente
identificable desde el primero a los últimos compases. Los arreglos que
aportaba a cada una de las sucesiva grabaciones que nos entregaba, mostraban
una evolución amena, confortable al oído, pero punzantes para el corazón.
Se lo observaba sufrir en cada
interpretación. Eran como heridas cortantes sus pausas repentinas a mitad de
una canción para luego insertarse a tiempo de solfeo dentro de una melodía
sonora y sentida que se adelgazaba en los finales hasta el hilo en la voz,
imprimiendo al final de cada tema, una
bocanada de aire fresco y renovado, desde donde se apreciaba un caudal generoso
de afinación como de emotiva entonación.
Más una vez lo encontré –de pura
casualidad- por los piringundines porteños, a veces en calidad de intérprete,
otras como un simple asistente confundido en algún rincón del “ tanguerío”,
como un parroquiano más, de los que por
supuesto, nunca se negarían a subir al escenario para el deleite de todos los
presentes.
Pocas veces apelaba a introducir
en su repertorio los temas de su autoría. Era un enamorado de los tangos
tradicionales, a los que arreglaba a su gusto, imponiéndoles su sello
característico, como “Pasional”, “El choclo”, “Tinta roja” o “El cantor de
Buenos Aires” entre tantos otros.
En fin, nos dejó un cantante de
fibra, con vocación y entusiasmo por detener los tiempos idos, esos de taco,
farol, esquina y buzón carmín. Duele como siempre la partida repentina y
tempranera, pero queda lo vivido, una historia sentida que tuvo a un joven del
interior como protagonista indiscutido de un estilo intenso hasta el clamor,
audaz y pasional.
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