En
las primeras horas de una madrugada fría, en su hogar de “Puerta de Hierro” en
Valle Viejo, Catamarca, Ángel Arturo Luque, el “Gordo”, como lo llamaban con
cariño sus amigos, dejó este mundo, después de soportar una cruel
enfermedad al no poder superar un cuadro
crítico de diabetes, producto del cual un paro cardíaco, lo llevó a no
despertar del último sueño.
La diabetes, esa cruel
compañera que lo acosó sin piedad, desencadenó un paro cardíaco que apagó su
vida, pero no su legado. Este hombre, de origen humilde, escaló desde la nada,
hasta los pasillos del poder en el Congreso Nacional, siempre fiel a su pueblo
y al peronismo que llevaba en la sangre.
Su
partida merece un grito de justicia, un marco reivindicatorio que rescate su
verdad de las sombras de una historia mal contada. Conocí al “Gordo” en el
despacho del bloque justicialista, cuando era el brazo derecho de Vicente
Leónides Saadi, su mentor y figura paterna en la política. Ángel era un torbellino
de carisma, con una sonrisa que desarmaba y un corazón que no conocía límites.
Su
casa, bautizada “Puerta de Hierro” en homenaje al exilio de Perón, era un
refugio abierto para amigos y compañeros. Allí, entre mates y charlas, se
forjaban lealtades y se soñaba con un Catamarca mejor.
El “gordo” como
amistosamente lo llamábamos, tenía un espíritu jovial y generoso. Presumía de
forjar un culto de la amistad y no exageraba en su decir. Su casa bautizada
como “Puerta de Hierro” en alusión a la mansión que habitó el General Juan
Perón durante su exilio en España, estaba siempre abierta para sus amigos y
“compañeros” de lucha en la militancia justicialista.
Su devoción al peronismo, al
legado de Saadi, era inquebrantable; un militante de pura cepa que nunca dio un
paso atrás. En 1989, su pueblo lo eligió diputado nacional, un reconocimiento a
su lucha y compromiso. Pero el destino le tenía preparado un golpe brutal.
En 1991, el promocionado
caso María Soledad Morales sacudió a Catamarca. El asesinato de una joven,
envuelto en un torbellino de intrigas y rumores, desató una cacería de
culpables que apuntó al corazón de Luque: su hijo, Guillermo, fue acusado y
condenado a 21 años de prisión como autor material del crimen, mientras Luis
Tula, pareja de la víctima, recibió nueve años como partícipe secundario. .
A mitad de juicio se cambió
la caratula de la causa, ordenada por un tribunal constituido sin ningún tipo
de garantías –entre ellos un santiagueño del que prefiero -por ahora-
abstener comentarios- que arribó a una condena entre gallos y medianoches
la que finalmente fue a dormir a posterior, en los depósitos de la Corte de
Justicia. Queda dicho todo.
El “Gordo” siempre defendió
la inocencia de su hijo. Puedo asegurar con objetividad porque tuve la
oportunidad de revisar, en su propia casa, casi 20 cuerpos del expediente
judicial. Lo que vi fue un proceso plagado de irregularidades: indicios vagos,
testimonios falsos, pruebas endebles y una carátula cambiada a mitad del juicio
por un tribunal sin garantías.
Todo me olió a una condena
armada, a la necesidad de encontrar rápido a un chivo expiatorio, para calmar
la voracidad de una prensa sensacionalista y una sociedad enardecida. Claro,
que este hecho desgraciado no encuentra justificación, pero no debió de manera
alguna, caer en la manipulación.
Un caso similar también aguijoneó
al pueblo de Santiago del Estero y se insistió como una réplica acusar a los
“hijos del poder” y desató una intervención federal al igual que en Catamarca,
pero la verdad quedó sepultada bajo el peso de la injusticia.
Por alzar la voz, y por
decir lo que muchos callaron, el gordo Luque pagó un precio altísimo. No pudo
terminar su mandato como diputado y regresó a Valle Viejo, cargando una condena
social y judicial que nunca mereció. Aun así, nunca se rindió. Vivió con
dignidad, acompañado por su esposa, Edith
Pretti, una mujer de bondad infinita y ex diputada provincial, que fue su
pilar en los tiempos más oscuros.
Hoy, al despedir al “Gordo”
Luque desde estas líneas, no solo evoco a un amigo leal y a un militante de
fierro, sino que reivindico su nombre que debe ser limpiado. Fue un hombre que
enfrentó la tormenta con la frente en alto, que cargó cruces ajenas y que, aun
en la adversidad, nunca dejó de abrir los portales de su “Puerta de Hierro” a
quienes lo necesitaban.
A Edith, un abrazo inmenso
en este dolor. A mi amigo Ángel, la promesa de salvaguardar viva su lucha por
sus ideales. Porque la verdad, tarde o temprano, siempre encuentra su camino. Con
información proporcionada y el fervor de quien busca justicia para un hombre
que marcó una época.

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