martes, 16 de enero de 2024

QUERIDO FRANK

                                          

                      La caja de roble descansaba en el altillo de mi madre, como un guardián silencioso de un tiempo que ya no me pertenecía. Sus bisagras chirriaban, protestando por ser despertadas, y el olor a madera vieja y papel enmohecido me envolvió mientras revolvía su contenido.

Fotos en sepia de rostros desconocidos, un rosario de cuentas desgastadas, una postal de un pueblo italiano que nunca visité. Y entonces, mis dedos rozaron un sobre amarillento, cubierto de sellos desvaídos y garabatos que narraban un viaje frustrado. “Para Miguel”: decía la letra temblorosa, y mi corazón se detuvo al reconocer que estaba dirigida a mi padre, muerto hace más de veinte años.

 ¿Quién es Frank, mamá? —pregunté, sosteniendo el sobre como si pudiera desmoronarse.

Ella dejó la taza de té en la mesa, sus ojos buscaron en la penumbra de la memoria. Un primo de tu padre, creo. De América.

-Tu padre nunca hablaba de ellos, pero guardaba esas cartas como si fueran un secreto que no quería soltar. Me senté en el sillón desgastado de su sala, bajo la luz polvorienta de la tarde, y abrí el sobre con cuidado. En su interior, dos hojas: una en inglés, escrita con la pulcritud de quien mide cada palabra, y otra en un castellano torpe, traducción de un aprendiz.

359 Bhul Blvd. Sharon, PA 16146 USA.-  Septiembre 23 de 1997.-

“Querido Miguel: hace 50 años que escucho de ti y te envié muchas cartas. Mi nombre es Frank, tengo 85 años y soy hijo de Joseph, hermano de Michael, que se volvió a la Argentina con su esposa y su hijo mayor Franco. Los dos hermanos –mi padre y el tuyo- se escribieron regularmente en italiano, hasta que mi padre murió alrededor de 1941. Un año después recibí un telegrama tuyo avisando el fallecimiento de tu padre y desde entonces nunca más nos comunicamos. Me gustaría “reencender” nuestros lazos de familia….”

“…Te cuento mi historia en los EEUU, mi abuelo Francisco casó con Rosario D´arenzo, tuvieron cinco hijos: Miguel, tu abuelo, Joseph, mi padre, Antonietta, Teresa y Adelina. Joseph caso con Luisa Del Vechio tuvieron tres hijos, dos varones y una mujer. Mis hermanos ya murieron. Antonietta se casó con Francisco Bifulco, tuvo dos hijos y una hija, ya fallecidos. Teresa se casó con Francisco D´avella, tuvieron gemelos, mas tres hijas y un hijo, solo una de ellas vive. Y Adelina se caso con Pietro Del Cioppo, tuvieron tres hijos y dos hijas. De  esta descendencia hay solo 5 varones llevan el apellido Brevetta. Espero que nuestros descendientes continúen comunicándose después de mi muerte y que al pasar de los años se visiten. Con amor. Frank.-“

La carta estaba dirigida a mi padre y se la enviaba su primo, quien no conocía con exactitud  la dirección correcta de estos lares, razón por lo que su misivaretornaba al remitente. Obvio que no se conocian y sin embargo para Frank el lazo familiar, era un vínculo a desarrollar. Contaba la historia de una familia desperdigada: su abuelo Francisco, casado con Rosario D’Arenzo, tuvo cinco hijos; Joseph, su padre, y Miguel, mi abuelo, se escribían en italiano hasta que la muerte los separó en 1941. Frank recibió un telegrama mío —o mejor dicho, de mi padre— en 1942, anunciando la muerte de Miguel, y desde entonces, el silencio. No me dijo con quien se había casado, solo que vivía cerca del hijo y que su hija  residía en Rhode Island a ochocientos cincuenta kilómetros de Sharon.

Le referí de inmediato a todas sus inquietudes, y fueron reiterados mis reenvíos que nunca tuvieron respuesta. Me pregunté siempre por la razón de su silencio, que me llevó a consultar con el correo sobre la recepción de mis despachos y la respuesta fue siempre la misma. Su correspondencia llegó a destino.

Las historias de vida se multiplican incesantemente. Recién encontré estas cartas, dentro de la caja de recuerdos familiares y pensé en la incertidumbre que producen las distancias, la ansiedad y las lejanías, la fuerza de la sangre y un poco de los destinos que se marcan y que nunca se reencontrarán.

¿Por qué guardó esas cartas sin abrirlas? ¿Por qué nunca habló de su primo al otro lado del mundo? La caja, con su rosario y sus fotos, parecía susurrarme que aún había tiempo para responder. Me imaginé a Frank en Sharon, Pennsylvania, en una casa modesta de paredes blancas, sentado a un escritorio cubierto de libros y partituras. Era 1997, y a sus 85 años, sus manos temblaban no por la edad, sino por la emoción de escribir a un primo que solo conocía por las cartas de su padre. 

Mientras leía, un recuerdo me golpeó: mi padre, sentado en el comedor de mi infancia, contando historias de un pueblo en Italia donde los Brevetta eran empresarios siderúrgicos que llegaron a este país, para hacer los cimientos del congreso de la nación. Nunca mencionó a Frank, ni a América, pero a sus silencios, ahora los entendía, escondían un océano de historias no contadas.

Investigué por todos los medios a mi alcance, sobre el paradero de mis cartas. Frank  había manifestado los cincuenta años de espera en la comunicación y no quise que me ocurriera nada parecido.

Finalmente ingresé a la web y con la ayuda de un traductor y pude constatar, con mucho dolor,  que Frank C. Brevetta  fue un miembro muy activo en las iglesias y un eximio profesor de danzas.

Se lo reconoce como un activo militante religioso y del Ministerio Eucarístico en la iglesia de Stanislaus Kostka en Sharon, donde fue un Franciscano Secular, antes Tercera Orden de los Santos Franciscanos de la Fraternidad de Espíritu Santo.

También fue voluntario para Comidas en ruedas en Cristo Iglesia Luterana en Sharon. Y  quien estableció el Premio de Pacificador Franciscano anual en Escuela de Dama Notre, Ermitage.  Él y su esposa, Teresa M. Di Leva, con la que se casó el 26 de junio de 1937 - falleciendo el 28 de febrero de 1996-, enseñaban danzas en Nueva York y en el área de Valle Shenango durante mucho tiempo. 

Los últimos tres años asistió al Campus Shenango de la Universidad de Estado de Pensylvania en Sharon, consiguiendo honores en español, música y ciencias informáticas. También construyó y completó la fabricación de una mandolina tres meses antes de su muerte y estaba en el proceso de fabricar una guitarra.

Estuvieron presentes en su funeral, su hija Irene M Richard Grava, Scituate, R.I ; su hijo y nuera, doctor Richard J. y doctora Nannette Brevetta, sus  siete nietos, Michael, Nicholas, Robert y Suzanne Brevetta;   Karen y Christina Gravel  y una bisnieta: Rebecca.

Frente a él, un diccionario español-inglés, abierto en una página arrugada. “Querido Miguel”, garabateó, luchando con palabras extranjeras, imaginando una respuesta que cruzara el Atlántico. En la sala, una mandolina a medio construir descansaba sobre una mesa, y en la pared, una foto en blanco y negro de él y Teresa, su esposa, bailando un vals bajo luces tenues en el Valle de Shenango.

Frank, ingeniero retirado, franciscano secular, voluntario en iglesias, no se rendía en el tiempo. Quería su familia de vuelta, aunque fuera en papel. La carta detallaba su vida: casado con Teresa Di Leva en 1937, tuvieron una hija, Irene, y un hijo, Richard.

Su familia, los Brevetta, se había multiplicado en América, pero solo cinco varones llevaban el apellido. “Espero que nuestros descendientes sigan comunicándose”, escribió, y su deseo, tan simple y tan inmenso, me llenó de una urgencia que no esperaba. Pero mi padre, Miguel, había muerto en 1977, veinte años antes de que la carta llegara. El sobre, devuelto por “destinatario desconocido”, nunca encontró su hogar.

No pude dejarlo allí. Escribí a Frank, contándole que mi padre se había ido, que mi abuelo Miguel murió un año después del suyo, en 1942. Le hablé de Argentina, de los veranos en mi infancia, de los silencios de mi padre, que ahora cobraban sentido. Envié la carta a 359 Bhul Blvd., esperando encontrar a Frank. Pero no hubo respuesta.

Envié otra, y otra carta, cada una con más preguntas: ¿Recibiste mi carta? ¿Sigues estudiando español? ¿Bailas aún con el recuerdo de Teresa?  Consulté al correo: “Llegó a destino”, me decían, pero el silencio era un muro. No quise rendirme. Frank había esperado cincuenta años por una respuesta; yo no podía dejarlo ir en meses.

Pasé noches frente a la computadora, navegando foros y obituarios, traduciendo nombres italianos con un traductor que tropezaba en cada sílaba.

Entonces, un jueves por la mañana, lo encontré: Frank C. Brevetta falleció a las 7h00, un jueves 19 de abril de 2001, a los 89 años,  en su residencia, y que nació el 27 de septiembre de 1911, en la Ciudad de Nueva York. Se había recibido con un grado en la ingeniería mecánica del Brooklyn Instituto Politécnico y que se retiró como inspector del gobierno federal en 1969.

El obituario pintaba a un hombre vibrante: ingeniero mecánico, graduado del Brooklyn Polytechnic, retirado en 1969. Franciscano secular en la iglesia de Stanislaus Kostka, voluntario en Comidas en Ruedas, profesor de danzas junto a Teresa, que murió en 1996.

A los 85, estudió español, música y ciencias informáticas en Penn State, y construyó una mandolina tres meses antes de morir. Su hija Irene vivía en Rhode Island, su hijo Richard cerca de Sharon, con siete nietos que llevaban su legado.

Me dolió imaginarlo esperando mis cartas, sin saber que llegaron tarde. Pero también me maravillé: Frank, a sus 89 años, aún soñaba, aún creaba, aún buscaba su familia al otro lado del océano.

Guardé la carta en la caja, junto a una foto de mi padre, joven y sonriente, en un mundo que ya no existe. Durante días, la historia de Frank me persiguió: sus pasos de baile, su fe inquebrantable, su mandolina terminada contra todo pronóstico. No podía cambiar el pasado, pero podía hacer algo por él.

Como estas cartas estaban guardadas tanto tiempo, le pregunte a mi madre. Ella miró por la ventana, como si el pasado estuviera allí, en el patio.

-No lo sé, hijo. Tu padre guardaba todo, pero hablaba poco. Quizás quería que vos las encontraras. 

Esa noche, bajo la luz tenue de mi escritorio, escribí una carta a Irene, la hija de Frank. Le conté sobre la carta de 1997, sobre mi padre, sobre el deseo de Frank de unirnos. No sé si llegará, si Irene la leerá, pero no era solo por ella. Era por Frank, por mi padre, por los Brevetta que nunca conocí.

Y tomé otra decisión: compré una mandolina vieja en el mercado, con cuerdas flojas y madera gastada. No sé tocarla, pero cada noche, cuando rasgueo una nota torpe, siento que Frank me guía, que sus manos, a miles de kilómetros, aún resuenan.

La caja de roble sigue en el altillo, pero ya no es solo un guardián del pasado. Es un puente, frágil pero firme, entre los que fuimos y los que seremos. Las historias de vida, como dijo Frank, se multiplican incesantemente. La distancia duele, el tiempo la ensancha, pero la sangre, la memoria, las palabras, siempre encuentran una manera de tejerse, de arrinconarse en algún lugar cercano. Y mientras guardo la carta, pienso que Frank, desde algún lugar, sonríe: su familia, aunque lejana, sigue buscando, al menos los de este lado.

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