Fotos en sepia de rostros desconocidos, un rosario de cuentas
desgastadas, una postal de un pueblo italiano que nunca visité. Y entonces, mis
dedos rozaron un sobre amarillento, cubierto de sellos desvaídos y garabatos
que narraban un viaje frustrado. “Para Miguel”: decía la letra temblorosa, y mi
corazón se detuvo al reconocer que estaba dirigida a mi padre, muerto hace más
de veinte años.
¿Quién es Frank, mamá?
—pregunté, sosteniendo el sobre como si pudiera desmoronarse.
Ella dejó la taza de té en la mesa, sus ojos buscaron en la
penumbra de la memoria. Un primo de tu padre, creo. De América.
-Tu padre nunca hablaba de ellos, pero guardaba esas cartas
como si fueran un secreto que no quería soltar. Me senté en el sillón
desgastado de su sala, bajo la luz polvorienta de la tarde, y abrí el sobre con
cuidado. En su interior, dos hojas: una en inglés, escrita con la pulcritud de
quien mide cada palabra, y otra en un castellano torpe, traducción de un
aprendiz.
359 Bhul Blvd. Sharon, PA 16146 USA.- Septiembre 23 de 1997.-
“Querido Miguel: hace 50 años que escucho de ti y te envié
muchas cartas. Mi nombre es Frank, tengo 85 años y soy hijo de Joseph, hermano
de Michael, que se volvió a la Argentina con su esposa y su hijo mayor Franco.
Los dos hermanos –mi padre y el tuyo- se escribieron regularmente en italiano,
hasta que mi padre murió alrededor de 1941. Un año después recibí un telegrama
tuyo avisando el fallecimiento de tu padre y desde entonces nunca más nos
comunicamos. Me gustaría “reencender” nuestros lazos de familia….”
“…Te cuento mi historia en los EEUU, mi abuelo Francisco casó
con Rosario D´arenzo, tuvieron cinco hijos: Miguel, tu abuelo, Joseph, mi
padre, Antonietta, Teresa y Adelina. Joseph caso con Luisa Del Vechio tuvieron
tres hijos, dos varones y una mujer. Mis hermanos ya murieron. Antonietta se
casó con Francisco Bifulco, tuvo dos hijos y una hija, ya fallecidos. Teresa se
casó con Francisco D´avella, tuvieron gemelos, mas tres hijas y un hijo, solo
una de ellas vive. Y Adelina se caso con Pietro Del Cioppo, tuvieron tres hijos
y dos hijas. De esta descendencia hay
solo 5 varones llevan el apellido Brevetta. Espero que nuestros descendientes
continúen comunicándose después de mi muerte y que al pasar de los años se
visiten. Con amor. Frank.-“
La carta estaba dirigida a mi padre y se la enviaba su primo,
quien no conocía con exactitud la
dirección correcta de estos lares, razón por lo que su misivaretornaba al
remitente. Obvio que no se conocian y sin embargo para Frank el lazo familiar,
era un vínculo a desarrollar. Contaba la historia de una familia desperdigada:
su abuelo Francisco, casado con Rosario D’Arenzo, tuvo cinco hijos; Joseph, su
padre, y Miguel, mi abuelo, se escribían en italiano hasta que la muerte los
separó en 1941. Frank recibió un telegrama mío —o mejor dicho, de mi padre— en
1942, anunciando la muerte de Miguel, y desde entonces, el silencio. No me dijo
con quien se había casado, solo que vivía cerca del hijo y que su hija residía en Rhode Island a ochocientos
cincuenta kilómetros de Sharon.
Le referí de inmediato a todas sus inquietudes, y fueron
reiterados mis reenvíos que nunca tuvieron respuesta. Me pregunté siempre por
la razón de su silencio, que me llevó a consultar con el correo sobre la
recepción de mis despachos y la respuesta fue siempre la misma. Su
correspondencia llegó a destino.
Las historias de vida se multiplican incesantemente. Recién
encontré estas cartas, dentro de la caja de recuerdos familiares y pensé en la
incertidumbre que producen las distancias, la ansiedad y las lejanías, la
fuerza de la sangre y un poco de los destinos que se marcan y que nunca se
reencontrarán.
¿Por qué guardó esas cartas sin abrirlas? ¿Por qué nunca habló de su primo al otro lado del mundo? La caja, con su rosario y sus fotos, parecía susurrarme que aún había tiempo para responder. Me imaginé a Frank en Sharon, Pennsylvania, en una casa modesta de paredes blancas, sentado a un escritorio cubierto de libros y partituras. Era 1997, y a sus 85 años, sus manos temblaban no por la edad, sino por la emoción de escribir a un primo que solo conocía por las cartas de su padre.
Mientras leía, un recuerdo me golpeó: mi padre, sentado en el
comedor de mi infancia, contando historias de un pueblo en Italia donde los
Brevetta eran empresarios siderúrgicos que llegaron a este país, para hacer los
cimientos del congreso de la nación. Nunca mencionó a Frank, ni a América, pero
a sus silencios, ahora los entendía, escondían un océano de historias no
contadas.
Investigué por todos los medios a mi alcance, sobre el paradero
de mis cartas. Frank había manifestado
los cincuenta años de espera en la comunicación y no quise que me ocurriera
nada parecido.
Finalmente ingresé a la web y con la ayuda de un traductor y pude
constatar, con mucho dolor, que Frank C.
Brevetta fue un miembro muy activo en las
iglesias y un eximio profesor de danzas.
Se lo reconoce como un activo militante religioso y del Ministerio
Eucarístico en la iglesia de Stanislaus Kostka en Sharon, donde fue un
Franciscano Secular, antes Tercera Orden de los Santos Franciscanos de la
Fraternidad de Espíritu Santo.
También fue voluntario para Comidas en ruedas en Cristo
Iglesia Luterana en Sharon. Y quien
estableció el Premio de Pacificador Franciscano anual en Escuela de Dama Notre,
Ermitage. Él y su esposa, Teresa M. Di
Leva, con la que se casó el 26 de junio de 1937 - falleciendo el 28 de febrero
de 1996-, enseñaban danzas en Nueva York y en el área de Valle Shenango durante
mucho tiempo.
Los últimos tres años asistió al Campus Shenango de la
Universidad de Estado de Pensylvania en Sharon, consiguiendo honores en
español, música y ciencias informáticas. También construyó y completó la
fabricación de una mandolina tres meses antes de su muerte y estaba en el
proceso de fabricar una guitarra.
Estuvieron presentes en su funeral, su hija Irene M Richard
Grava, Scituate, R.I ; su hijo y nuera, doctor Richard J. y doctora Nannette
Brevetta, sus siete nietos, Michael,
Nicholas, Robert y Suzanne Brevetta;
Karen y Christina Gravel y una
bisnieta: Rebecca.
Frente a él, un diccionario español-inglés, abierto en una
página arrugada. “Querido Miguel”, garabateó, luchando con palabras
extranjeras, imaginando una respuesta que cruzara el Atlántico. En la sala, una
mandolina a medio construir descansaba sobre una mesa, y en la pared, una foto
en blanco y negro de él y Teresa, su esposa, bailando un vals bajo luces tenues
en el Valle de Shenango.
Frank, ingeniero retirado, franciscano secular, voluntario en
iglesias, no se rendía en el tiempo. Quería su familia de vuelta, aunque fuera
en papel. La carta detallaba su vida: casado con Teresa Di Leva en 1937,
tuvieron una hija, Irene, y un hijo, Richard.
Su familia, los Brevetta, se había multiplicado en América,
pero solo cinco varones llevaban el apellido. “Espero que nuestros
descendientes sigan comunicándose”, escribió, y su deseo, tan simple y tan
inmenso, me llenó de una urgencia que no esperaba. Pero mi padre, Miguel, había
muerto en 1977, veinte años antes de que la carta llegara. El sobre, devuelto
por “destinatario desconocido”, nunca encontró su hogar.
No pude dejarlo allí. Escribí a Frank, contándole que mi
padre se había ido, que mi abuelo Miguel murió un año después del suyo, en
1942. Le hablé de Argentina, de los veranos en mi infancia, de los silencios de
mi padre, que ahora cobraban sentido. Envié la carta a 359 Bhul Blvd.,
esperando encontrar a Frank. Pero no hubo respuesta.
Envié otra, y otra carta, cada una con más preguntas:
¿Recibiste mi carta? ¿Sigues estudiando español? ¿Bailas aún con el recuerdo de
Teresa? Consulté al correo: “Llegó a
destino”, me decían, pero el silencio era un muro. No quise rendirme. Frank
había esperado cincuenta años por una respuesta; yo no podía dejarlo ir en
meses.
Pasé noches frente a la computadora, navegando foros y
obituarios, traduciendo nombres italianos con un traductor que tropezaba en
cada sílaba.
Entonces, un jueves por la mañana, lo encontré: Frank C.
Brevetta falleció a las 7h00, un jueves 19 de abril de 2001, a los 89 años, en su residencia, y que nació el 27 de
septiembre de 1911, en la Ciudad de Nueva York. Se había recibido con un grado
en la ingeniería mecánica del Brooklyn Instituto Politécnico y que se retiró
como inspector del gobierno federal en 1969.
El obituario pintaba a un hombre vibrante: ingeniero
mecánico, graduado del Brooklyn Polytechnic, retirado en 1969. Franciscano
secular en la iglesia de Stanislaus Kostka, voluntario en Comidas en Ruedas,
profesor de danzas junto a Teresa, que murió en 1996.
A los 85, estudió español, música y ciencias informáticas en
Penn State, y construyó una mandolina tres meses antes de morir. Su hija Irene
vivía en Rhode Island, su hijo Richard cerca de Sharon, con siete nietos que
llevaban su legado.
Me dolió imaginarlo esperando mis cartas, sin saber que
llegaron tarde. Pero también me maravillé: Frank, a sus 89 años, aún soñaba,
aún creaba, aún buscaba su familia al otro lado del océano.
Guardé la carta en la caja, junto a una foto de mi padre,
joven y sonriente, en un mundo que ya no existe. Durante días, la historia de
Frank me persiguió: sus pasos de baile, su fe inquebrantable, su mandolina
terminada contra todo pronóstico. No podía cambiar el pasado, pero podía hacer
algo por él.
Como estas cartas estaban guardadas tanto tiempo, le pregunte
a mi madre. Ella miró por la ventana, como si el pasado estuviera allí, en el
patio.
-No lo sé, hijo. Tu padre guardaba todo, pero hablaba poco.
Quizás quería que vos las encontraras.
Esa noche, bajo la luz tenue de mi escritorio, escribí una
carta a Irene, la hija de Frank. Le conté sobre la carta de 1997, sobre mi
padre, sobre el deseo de Frank de unirnos. No sé si llegará, si Irene la leerá,
pero no era solo por ella. Era por Frank, por mi padre, por los Brevetta que
nunca conocí.
Y tomé otra decisión: compré una mandolina vieja en el
mercado, con cuerdas flojas y madera gastada. No sé tocarla, pero cada noche,
cuando rasgueo una nota torpe, siento que Frank me guía, que sus manos, a miles
de kilómetros, aún resuenan.
La caja de roble sigue en el altillo, pero ya no es solo un
guardián del pasado. Es un puente, frágil pero firme, entre los que fuimos y
los que seremos. Las historias de vida, como dijo Frank, se multiplican
incesantemente. La distancia duele, el tiempo la ensancha, pero la sangre, la
memoria, las palabras, siempre encuentran una manera de tejerse, de
arrinconarse en algún lugar cercano. Y mientras guardo la carta, pienso que
Frank, desde algún lugar, sonríe: su familia, aunque lejana, sigue buscando, al
menos los de este lado.

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