Corrían los años setenta, una década marcada por
la inestabilidad política en Argentina. El país navegaba entre el retorno fugaz
del peronismo en 1973 y la sombra ominosa del golpe militar de 1976, que
sumiría a la nación en uno de sus capítulos más oscuros. En ese contexto, conocí
a Susana Pomar, una mujer silenciosa con una voz cálida pero firme, que –casi
sin conocerme- me abrió las puertas de su casa y de su memoria
Yo apenas superaba los veinte, pero ya había
publicado una serie de notas en los diarios locales, que hablaban de la
necesidad de repatriar los restos de Ramón
Carrillo por ser hijo dilecto de una provincia que reconocía orgullosa los
prodigios de su tarea como sanitarista. Sabía de mi pluma, [1]que
se encendía al escribir sobre los personajes y hechos que forjaron nuestra
historia y en especial de mi admiración y cariño por el prócer santiagueño a
quien conocía en profundidad.[2]
No era fácil hablar de Carrillo desde un medio de
prensa en tiempos de dictadura. Tal vez aquella pasión pareció tejer un lazo de
confianza entre nosotros, y en cada visita que me acercaba a su modesta quinta,
bautizada con el evocador nombre de “Villa Antares”[2],
ella desgranaba retazos de su vida. Reconozco que me asombró su gracia
maternal, su gesto tranquilo, pausado y su mirada clara y elocuente que se
acentuaba desde el contorno de una mujer indiscutidamente bella.
Me preguntó si ejercía el periodismo, le dije que no, pero que me apasiona escribir sobre hechos y personajes de nuestra historia. Sin duda que le inspiré confianza, porque en cada oportunidad que la visitaba, me hablaba de lo que fue su vida ligada a la política y al peronismo de entonces, sin ocultar ningún detalle, bajo mi promesa de total confidencialidad.
Me habló siempre con inusual franqueza, como si
necesitara expandir tantas vivencias cosechadas durante su existencia ligada al
peronismo y a la figura de su esposo, Ramón
Carrillo, el primer Ministro de Salud Pública de la Nación durante el
gobierno de Juan Domingo Perón. Estaba unida a un compañero de intelecto
prodigioso, que no solo transformó la salud pública argentina con políticas
visionarias, sino que también fue un científico curioso, un estudioso hasta del
habitad de los insectos y también un apasionado de la historia.
Isabel
Susana Pomar, cumplidos diez y nueve años, se casó el 16 de julio de
1946 con Ramón Carrillo, que contaba
por entonces cuarenta años y se encontraba al frente del Ministerio de Salud de
la Nación, la boda se realizó en la vieja casona familiar de la calle French
entre Billinghurst y Sánchez de Bustamante –adquirida por el cónyuge- y fue apadrinada por el Gral. Juan Perón y su esposa Eva
Duarte. Mientras el peronismo emergía como una fuerza transformadora,
prometiendo justicia social en un país dividido
Su “Villa Antares”, ubicada entre Adrogué y Villa
Calzada, no era solo un hogar, sino un microcosmos de la vida de los Carrillo.
Allí, entre los muros de esa antigua quinta, crecieron sus hijos, y Ramón
convirtió el lugar en un laboratorio de ideas, donde sus investigaciones
científicas se entrelazaban con las reuniones políticas que definían el destino
del peronismo.
Sin embargo, la felicidad de aquellos años se vio truncada por la irrupción de la llamada Revolución Libertadora de 1955, que derrocó a Perón y desató una cacería contra sus seguidores. La casa, testigo de momentos de plenitud, fue saqueada en allanamientos brutales ordenados por el régimen militar. Susana, desde su entereza, recordaba aquellos días con un dolor que no lograba apagar la chispa de su mirada.
Su vida, como ella misma admitía, no fue fácil.
Casada a los diecinueve con un hombre de cuarenta, se integró entusiasmada al
bullicioso clan Carrillo, asumiendo con naturalidad los retos de una familia
numerosa y las demandas de acompañar a un esposo inmerso en la vorágine
política.
Su belleza, lejos de ser una bendición, se convirtió
en un estigma en tiempos de persecución, cuando el régimen militar desató su
furia contra el peronismo, el matrimonio enfrentó el exilio, primero en Brasil
y luego en otros destinos, soportando no solo el desarraigo, sino también una
campaña de difamación que buscaba mancillar el legado de Carrillo.
Siempre me reiteró que valoraba mi actitud ya que
me había convertido, desde los años setenta, en un defensor acérrimo de la
figura pública de su marido, en ese tiempo en que fuimos gobernados de bota
en bota, entre el temor y la incertidumbre de nuestros destinos.
La temática fue recurrente, como obligatoria,
desgranado sobre su azorada juventud y aquellos días acompañando a su ilustre
compañero, que la había obnubilado desde la cátedra de historia argentina en su
paso por la secundaria
Siempre nos recibió en su casa, Allí donde fue feliz en su matrimonio y crecieron
sus hijos, pero también ese solar fue el laboratorio de estudios e
investigaciones de Ramón –que no solo ejercía la medicina, estudiaba los
insectos entre otros- y el sitio obligado de las reuniones políticas, de la
familia numerosa y de los estrepitosos allanamientos y saqueos ordenados por el
régimen militar que derrocó al peronismo en 1955.
Su vida no fue ni simple, ni fácil. Se integró de
inmediato al numeroso ámbito familiar del clan Carrillo y desde que lo conoció
hasta el fin de sus días, secundó a su marido en la buenas y en las malas, más
desde el llano, que en la función pública.
Vivió un destierro involuntario, y soportó con
estoicismo el vituperio y la maledicencia de propios y extraños que no conciben
que sea posible la honradez y el sacrificio en el cargo político. Su
extraordinaria belleza se convirtió en un estigma que no le fue fácil
sobrellevar en tiempos aciagos.
Viuda en plena juventud, vivió tan sólo diez años
de matrimonio, sin recursos y al frente de su familia, se mantuvo incólume
cuando arreciaba una voraz campaña difamatoria en contra de su marido, a quien
nunca le pudieron probar ni una sola de las diatribas que le endilgaron.
Se supo que la canallada estaba inspirada -por un
emulo de Goebbels-[3] el
entonces Coronel Enrique Rotjer, uno
de los oscuros inspiradores de la Revolución
Libertadora, el mismo que emitía comunicados falsos y mandaba a empapelar
la ciudad de Buenos Aires con supuestas investigaciones e imputaciones de toda
índole en contra del ex funcionario muerto..
Pero Susana estaba fortalecida desde el dolor y aún
se recuerda la solicitada publicada en al diario La Prensa, motivada por la
angustia que le provocó el saqueo de su casa cuando estuvo exiliada en el
exterior junto con su marido y sus hijos.
Decía, refiriéndose al militar aludido: “Se acuerda usted, cuando se tiró en una cama y revolcándose con las botas puestas, pedía a gritos whisky importado y discos? ¿Se acuerda de que no hallándose en una garconniere (especie de habitación utilizada para encuentros amorosos) y sí en una casa de familia, abrió los cajones de las cómodas, extrayendo las piezas íntimas de mujer y levantándolas en alto como trofeos de victoria, acusó al nylon y a la seda de ser productos de contrabando?
¿Sabrá usted decirme qué destino tuvo la colección de corbatas de mi marido, las lapiceras de oro, las medallas, las condecoraciones, regalos de sus amigos o pacientes y otros premios otorgados a su valor científico, como la estrella de oro y esmalte azul, regalo de Francia? ¿De la pistola Brownig, del tocadiscos Webster, de las dos radios portátiles y del secreto que contenían cuatro bolsas no identificadas que salieron con usted de mi casa?
¿Sabría usted decirme de las
otras “chucherías” artísticas que yo tenía en mi hogar y que después de su
sonada visita ya a pesar de los focos de luz con que iluminaban el edificio y
del cordón policial que rodeaba la manzana, desaparecieron a plena luz o cuando
usted impartió la orden de que se hiciera sombra? [4]
El 24 de diciembre, antes de la medianoche,
Susana partió en silencio, llevándose consigo los tantos secretos que signa la
política y que guardó con suma lealtad. Su temple, que había observado el
esplendor y la tragedia de una era, se calló para siempre. Pero sus historias,
entrelazadas con la de un país en ebullición, permanecerán como un testimonio
de fortaleza y sacrificio. Se fue hacia otro plano, la dueña de los ojos color
turquesa, que me hizo partícipe de la “otra historia” que vivió, muy diferente
a la que se conoce.
Se fue tan silenciosa, como vivió. Guardó el secreto. Yo haré lo mismo.
1] Ver diario La Hora, Miguel A. Brevetta Rodríguez: “La vuelta de Ramón Carrillo” 24/11/1972
[2] Conforme datos y documentación que me proveía su hermana Dora Carrillo de Castillo.[1] Conforme
datos y documentación que me proveía su
hermana Dora Carrillo de Castillo.
[2] Adquirida
por Ramón Carrillo que abonó $ 90.000 de contado más hipoteca por $ 180.000 con
BHN a 30 años
[3] Joseph
Goebbels: Ministro de propaganda nazi autor de la frase “miente, miente que
algo quedará”
[4]
Ver: Marín Guillermo. “Ramón Carrillo: la grandeza y el exilio”

2 comentarios:
Vivió para ayudar .Médico increíble ,orgullo que sea nuestro .Pero como los grandes hombres no lo supimos cuidar .Humanista .Admirable
¿Por qué guardar silencio de la verdad? La página de El ortiba ya no existe. Una lástima.
Publicar un comentario