Se
apagó una voz que estaba enraizada en la profunda claridad del día, en la copa
ancestral de los quebrachos, en el quejido largo de esas tardes sudorosas y
ardientes de mi tierra.
Pero hoy, no importa que hálito espiritual trajo a Marcos J. Figueroa, ni cuándo. Solo sentimos prendida
en nuestro acervo la gran obra cultural que nos legara, en símbolo de herencia
testimonial, en ofrenda de júbilo y de paz, de amor y de amistad, de lucha y de
clamor.
Había nacido allá por 1882,
cuando casi agonizaba el siglo de la libertad y la independencia. Desde muy
joven se caracterizó por su brillantez en la palabra y en el verso, era ese
poeta que habría de cantar con profundo sentimiento la exclusividad de las
cosas nuestras, era como aquel raro centauro dotado de una extraña habilidad
para manejar el cincel victorioso de la idea, de la forma, del ensueño.
Fue el único, quizás, que aún mantenía una
imagen señorial, con algo de patriarca, muy a pesar de ese montón de años
gastados que llevaba ufanoso en las alforjas de sus tantos sueños, el mismo que
soñó con la heredad de un pueblo legendario, virginal y heroico: amplio, lleno
de fuerza y de poesía.
“El quebrachal se estremece
rico de savia y verdores.
En los cardones las flores
Blancas estrellas parecen”
Siempre la buena
imagen de su tierra, casi clavada en sus pupilas, sentía el autor de “Registro
Rural” (1966). Recuerdo que siendo apenas un niño, miraba pasar a don Marcos en
la lentitud de un paso fantasioso, débil, melena al viento, poncho sobre sus
hombros, lucido todavía, muy a pesar de sus casi 80 años de pura lucha, de auténtico
sacrificio, de incomparable abnegación.
Algunas veces
solíamos encontrarnos en el kiosco de costumbre, de Rivadavia y Tucumán, para
comentar las nuevas publicaciones que se conocían de nuestros escritores,
o para que me hablase con cierto entusiasmo, de la entrañable amistad que lo
unió a don Andrés Chazarreta.
- No hay que abandonar el
verso- me decía- el pueblo nos exige escribir, mire que Yo a la edad que tengo,
sigo escribiendo todavía. Siga Miguel, siga muchacho. Y se alejaba sin
decir palabra.
“Senderito de la tierra
que al pronto desapareces
como habla del santiagueño
vas arrastrando las eses”.
Así fue la expresión
del poeta reflejada en: “Senderos Santiagueños” (1968) Ya desde que me
obsequiara sus conocidos: “Sonetos”, solo lo veía en los días cálidos de otoño,
o en las tardes de los veranos, cuando el sol se recostaba en el ocaso.
Caminaba por las calles de Santiago, a paso lento y con la mirada fija, como si
no quisiera interrumpir sus meditaciones, que seguro habrían de navegar no sé
en qué velero poético o paseando tal vez en alguna carreta por caminos de
antaño, y por qué no, pensando en lo que pudo ser, pero no fue…
“Y es que el niño alado, el de
la flecha
La dirigió artera y tan
derecha
Que el corazón sin par me ha
traspasado”.
Quizá fueron
éstas las ansias de Don Marcos recopiladas en sus “Sonetos” (1970), lo último
que nos entregara.
Y quiso marcharse
solo, sin avisarle a sus hermanos los poetas, que se iba en busca de un nuevo
poema, de una antigua vidala… solo una reminiscencia del triste jazmín o de la
“santa Rita” lo acompañaron. Se fue Don Marcos, sin que pudiéramos decirle
nuestro adiós.
Publicado en el diario El
Liberal, julio de 1973
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