Cuentan que mis abuelos,
como tantos otros pioneros italianos que cruzaron el Atlántico en busca de un
horizonte prometedor, abordaron el SS Principessa Mafalda a mediados de 1914.
Esta imponente nave de la Navigazione Generale Italiana (NGI), lanzada al agua
en 1908 y bautizada en honor a la princesa Mafalda de Saboya —hija del rey
Víctor Manuel III y la reina Elena—, representaba el pináculo de la ingeniería
naval de su época.
Con una eslora de 153 metros y
capacidad para más de 2.000 pasajeros, era la única embarcación capaz de unir
Génova con Buenos Aires en apenas catorce días, surcando el océano a 18 nudos gracias
a sus turbinas de vapor. Aquel viaje no solo simbolizaba la audacia de la
migración masiva italiana —que entre 1900 y 1914 aportó el 50% de los
inmigrantes a Argentina, con oleadas que revitalizaron el noroeste, incluyendo
Santiago del Estero, donde los italianos representaron una porción
significativa de los 15.000 extranjeros radicados según el censo de 1914—, sino
que se enmarcaba en el contexto prebélico de Europa, donde la inestabilidad
política y económica impulsaba a miles de familias del sur de Italia, como la
de mis abuelos, hacia las áridas pero prometedoras pampas santiagueñas.
Recuerdo la anécdota porque mi
padre pudo haber nacido en ese barco, que, trágicamente, naufragó en 1927
frente a las costas de Brasil por la falla de su hélice derecha, cobrándose 314
vidas en lo que se conoció como el "Titanic italiano", la mayor
catástrofe marítima italiana en tiempos de paz. Pero, afortunadamente, nació en
estas tierras el 28 de agosto de 1914, en medio de un mundo que, apenas dos semanas
después, estallaría en la Gran Guerra, alterando para siempre las rutas de la
diáspora y el flujo de mercancías que tanto beneficiaría al comercio local en
la "Madre de Ciudades".
Mi padre fue el tercero de los
cinco hijos nacidos del matrimonio entre don Miguel Brevetta y Lucía Falcione,
dos almas forjadas en la tenacidad italiana que, como el 40% de los extranjeros
en Santiago del Estero según el censo de 1914, se integraron rápidamente a una
provincia en efervescente formación económica, impulsada por la llegada de
oleadas europeas que transformaron el agro y el comercio local en una región
donde la inmigración italiana, aunque menor que en Buenos Aires o Santa Fe,
dejó huella en el sector alimenticio y textil.
Junto a su padre y hermanos, sus
vidas transcurrieron como eslabones de una cadena de negocios alimenticios,
especializados en productos importados —aceites de oliva, quesos parmesanos,
pastas secas, sardinas españolas, bacalao noruego— que evocaban los sabores de
la vieja patria y se volvieron sinónimos de calidad en la Santiago del Estero
de los años veinte y treinta, una ciudad que, fundada en 1553 como el primer
asentamiento español en el actual territorio argentino, bullía con el auge de
posguerra.
Estos comercios, muy acreditados
en la época, se ubicaron estratégicamente sobre la histórica calle Tucumán,
arteria comercial del centro santiagueño que, desde fines del siglo XIX,
albergaba tiendas de ramos generales y ferreterías impulsadas por el
ferrocarril, conectando la provincia con los puertos bonaerenses.
La astuta visión comercial de mi
abuelo, los posicionó en la entrada y salida del Mercado Armonía —un emporio de
abastecimiento inaugurado el 15 de febrero de 1936 bajo el diseño del
arquitecto húngaro Jorge Kálnay, con hormigón armado y estética moderna que lo
convirtió en el centro comercial más grande del noroeste argentino, vital para
el intercambio de bienes en una ciudad que crecía al ritmo de la inmigración y
el boom del quebracho—, allá por 1937, en pleno gobierno conservador de Ramón
S. Castro, cuando la economía provincial se expandía con la construcción de
ferrocarriles y el auge de la exportación de maderas y granos.
Otro local floreció a mediados de
los treinta, entre las calles Pellegrini y Salta, en el corazón del microcentro
donde convergían carruajes y peatones en una sinfonía urbana; y el tercero,
frente al icónico Pasaje Castro —un túnel peatonal emblemático del centro
capitalino, testigo de la transformación comercial de los años veinte—, donde
un famoso cine de principios de siglo proyectaba las primeras comedias mudas
antes de transformarse en una estación de servicio, reflejo del paso del automóvil
Ford T a los elegantes Chevrolet de la posguerra.
No recuerdo mucho que pueda
destacarse de aquellos tiempos, salvo que mi padre y su familia encarnaban el
arquetipo del inmigrante laborioso, forjado por progenitores con la mentalidad
europea de la ética católica italiana que veían en el trabajo la redención de
la pobreza sureña.
Arribaron como colonizadores a
una Santiago del Estero en proceso de forja: fundada en 1553 por Juan Núñez de
Prado y trasladada por Francisco de Aguirre, la provincia había pasado de ser
un bastión jesuítico en el siglo XVII a un polo agroindustrial en el XX, con la
llegada de italianos que revitalizaron el comercio en colonias como Bandera o
Añatuya, fusionando tradiciones quichuas con un emprendimiento lombardo.
Levantaron su vivienda principal a
dos cuadras del Ferrocarril General Bartolomé Mitre —esa red arterial que,
inaugurada en 1891 en la capital santiagueña tras conectar desde Rosario en
1884, unía Santiago con Buenos Aires y facilitaba el flujo de mercancías como
el quebracho colorado, clave para la economía provincial hasta la Gran
Depresión—, y de espaldas al Río Dulce — en su tramo superior, arteria vital de
1.100 km que atraviesa la provincia de noreste a suroeste, regando las huertas
y simbolizando el renacer de la tierra prometida en una región semiárida donde
su caudal variable ha moldeado la agricultura desde tiempos prehispánicos—.
Esta ubicación estratégica
minimizaba los costos de distancias en una era donde el tren era rey,
permitiendo importar directamente de los puertos italianos sin los gravosos
fletes terrestres. Mi casa solariega,
erigida con materiales traídos en los holds de aquellos transatlánticos
—ladrillos rosados de Génova, portones y puertas de hierro cincelado a mano por
artesanos lombardos, tirantes de pinotea, traída del Atlántico Norte, y vidrios
biselados que capturaban la luz como prismas renacentistas—, resiste el paso
del tiempo casi dos centenarios después, un relicto de la Belle Époque
argentina que fusiona el neoclasicismo italiano con el criollismo santiagueño.
Rescato en mi memoria haber
sostenido en mis manos el pasaporte de mi abuelo, firmado por Umberto I di Savoia
—rey de Italia desde 1878 hasta su asesinato en 1900 por el anarquista Gaetano
Bresci, en un reinado marcado por la expansión colonial africana y la Triple
Alianza con Alemania y Austria-Hungría, que tensó las fibras de la unificación
italiana post-Risorgimento—.
Ese documento, reliquia de un
monarca conservador odiado por los radicales pero admirado por la burguesía
emigrante, evocaba las remembranzas de un viejo mundo. Y junto a él, los
retratos al óleo de sus padres, enmarcados en dorados barrocos, colgaban en la
sala comedor —espacio sagrado donde convergían las anécdotas familiares,
perfumadas por el aroma de ragú y algarrobo, y donde los niños aprendíamos que
la historia no era un libro, sino un tapiz tejido con exilios y triunfos.
Por años mi abuela se conservó
sus botines, el pantalón y la camiseta de fútbol que lució mi padre en su
adolescencia, cuando integró el plantel del Club Principiante Unidos, fundado
oficialmente el 29 de marzo de 1932 en Santiago del Estero —un modesto equipo
de barrio que, fusionado poco después con Comercio Central, encarnaba el fervor
futbolero de una provincia donde el deporte rey, impulsado por inmigrantes,
forjaba identidades en potreros polvorientos, al compás de la Liga Santiagueña
naciente en 1912 y rompiendo la hegemonía del club Atlético Mitre en los
treinta.
El boxeo fue otra de sus pasiones,
un bálsamo para el espíritu combativo heredado de las pampas. Admirador
ferviente de Luis Ángel Firpo (1894-1960), el coloso argentino apodado "El
Toro Salvaje de las Pampas" por el cronista Damon Runyon, pionero del
heavy weight latinoamericano que en 1923 desafió a Jack Dempsey en el
"Combate del Siglo" ante 90.000 almas en el Polo Grounds de Nueva
York, mandando al campeón fuera del ring en un round épico que inmortalizó el
grabado de George Bellows y elevó el boxeo argentino a la gloria mundial.
Contó mi abuela que mi padre
viajó a Buenos Aires a mediados de los treinta —en plena era de oro del
automovilismo local, cuando las rutas pavimentadas apenas empezaban a ramificarse
desde la capital— para comprar un auto deportivo y, de paso, y asistir de paso
a la despedida del ring de su ídolo.
Casualmente, Firpo había asumido
la representación de los automóviles Stutz en Argentina, la lujosa marca
estadounidense de Indianapolis que, desde 1911, seducía a la élite con sus
modelos Bearcat y Series BB —vehículos de bajo centro de gravedad y
transmisiones innovadoras como el "Noback", que evitaba retrocesos en
pendientes—, importados en los dorados veinte antes de sucumbir a la Gran Depresión
de 1929.
Una semana después, un telegrama
lacónico pidió auxilio: el deslumbramiento por las luces de la Buenos Aires
cosmopolita —con su Obelisco erigido en 1936 y sus avenidas art déco— lo habían
dejado sin un centavo. Obvio que volvió sin su Stutz, pero con una anécdota que
olía a aventura y a la efervescencia porteña de Gardel y Libertad Lamarque.
Tanguero destacado, me enseñó
algunos secretos del 2x4 en las tertulias familiares, donde el bandoneón
lloraba como un exiliado. Me narró la anécdota de cuando improvisó de productor
artístico y contrató a Osvaldo Fresedo —el "Pibe de La Paternal"
(1897-1984), violinista y director de orquesta con la carrera tanguera más
longeva de la historia, autor de más de 1.250 grabaciones desde 1920 hasta 1980,
y creador de himnos como "Vida mía" e "Isla de Capri" que
definieron la elegancia melancólica del tango romántico de los treinta—, para
que se presentara en el Parque Aguirre de Santiago del Estero, un vasto predio
de diversiones al aire libre a orillas del Río Dulce, inspirado en los parques
sarmientinos y diseñado con fuentes artificiales donde, en los cuarenta,
convergían bailongos y ferias bajo las estrellas, apenas a unas cinco cuadras
de la Plaza Libertad y a unos ocho de su domicilio.
Pero una lluvia despiadada —de
esas tormentas subtropicales que azotan el chaco santiagueño— arruinó la gala,
suspendió el evento y lo dejó pagando en silencio el alto costo de esa efímera
incursión en el mundo de los grandes escenarios, un recordatorio de que hasta
los sueños porteños se doblegan ante el capricho del cielo santiagueño.
Desde niño vi frecuentar a sus
amigos: Sebastián Abal García, Raúl Elli, Víctor Zain, Emilio Fernández, Manuel
Barthe, Antonio Gel, Adolfo Cortina, Pity Llugdar, Pedro Silva, Víctor Cinquigrani,
Tito Coria, Negro Elías, Morocho Martin, Rodolfo Scilia, Luis Anglade, Julio
Barraza, Agustin Chazarreta, Leopoldo y Mario Corbalán, Polo Zarbá, Tedy Bur,
Atilio y el flaco Orieta, Dalmiro Coronel Lugones, Marcos J. Figueroa, Maico
Díaz, Rubén Yema, Rubio Focci, Tigre Infante, Vidal Ceballos, Mocchi, Reinoso,
Pedro Vidarte, Tulio Pavon Pereyra… fueron tantos que me resulta imposible
nominarlos a todos, pero continuaré la lista en la medida en que desentierre
mayor información de esos archivos polvorientos del ayer.
Se casó con Laura Zulema
Rodríguez Bustos, mi madre, el 8 de abril de 1949, en una ceremonia que siempre
se recordó con ironía histórica: ese mismo día estaba programado el casamiento
de Carlos Arturo Juárez —el caudillo justicialista que gobernó Santiago del
Estero de 1949 hasta nuestros días, bajo
el ala de Perón, impulsando obras públicas en el Plan Quinquenal y consolidando
el peronismo provincial, en un mandato que marcaría el ascenso del peronismo en
el interior profundo— con Luz Máques, amiga de mi madre. Pero esa boda fue postergada por la inminente
asunción de Juárez como gobernador el 21 de mayo, en un Santiago efervescente
por las elecciones de 1948 que alteraron el mapa político de la provincia.
Siempre se pregonó independiente,
ajeno al partidismo rampante de la posguerra —cuando el peronismo dividía
lealtades y la Guerra Fría ensombrecía el cono sur—, pero su ejercicio
comercial tejió notables vinculaciones que le abrieron puertas a información
privilegiada. Ello valió que evitase que
me "levantaran" a fines de marzo de 1976, en los prolegómenos del
golpe que derrocaría a Isabel Perón: sus amigos del poder le soplaron que
figuraba en un listado negro proveniente de Buenos Aires, aquellos infames
"archivos" de la Triple A.
Tras una gestión discreta, visitó
a sus amigos del poder local, y no me tocaron, aunque me volvieron prescindible
en mi puesto como Delegado Jefe del PAMI —inaugurado en 1974 en la calle Salta
Nº 85, epicentro de la asistencia social en un Santiago golpeado por la inflación
galopante y el éxodo rural.
Valga la paradoja de los 28 de
agosto, fechas de fiesta y celebración en mi casa, hasta el correspondiente a
1977, cuando la muerte lo sorprendió exactamente a los 63 años, en un año
marcado por el Mundial de Fútbol que Argentina organizó bajo la sombra de la dictadura,
y por las Madres de Plaza de Mayo que empezaban a marchar en silencio.
Hoy, en el centenario de su
natalicio, lo recuerdo con el cariño intacto de siempre, agradecido por sobre
todas las cosas de ser su hijo: un puente vivo entre el viejo mundo de los
Saboya y este suelo criollo donde, como él, plantamos raíces que perduran en la
tierra más antigua de la Argentina.


