Una de las particularidades sobresalientes de éste libro es el especial lenguaje que utiliza el autor a lo largo de la obra.
Observamos la sutileza tan particular con que
ataca y el brío entusiasta cuando defiende. Otro modo original
encontrado en la obra, es la significación personal que da Russeau a
algunas palabras como desconociéndolas en su interior y ajustándolas a
la vez a su propia interpretación.
Vale como ejemplo, llamarle al pueblo – en el
sentido amplio de su palabra- y considerarlo como la “voluntad general”,
es una característica muy especial que se debe resaltar.
Expresa que la primera y más importante
consecuencia de los principios aquí establecidos es que sólo la voluntad
general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su
institución, que es el bien común.
Se establece de ésta manera que sólo el pueblo
puede guiar las fuerzas del Estado. ¿Pero hasta qué punto puede esta
afirmación tener vigencia, si tenemos en cuenta que estas palabras sólo
sirven en la teoría?
Se dice que la soberanía es enajenable cuando el
pueblo es su depositario, y esto no excluye la idea de la disolución de
la soberanía de un pueblo, cuando éste se somete a las órdenes de un
amo.
Tengamos en cuenta que el Poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.
Por la misma razón que la soberanía no se puede
enajenar, tampoco se puede dividir; pues es la voluntad es general o no
lo es; o es la voluntad de todo el pueblo o tan solo de una parte.
Y es aquí en donde viene a sobresalir el juego
político, pues el soberano al conceder por medio de su voluntad el poder
a una persona, lo hace depositando su plena confianza y garantía en el
ser elegido y éste debe rendir cuentas a esa voluntad general de los
actos que realiza y de las decisiones que emplea pero no todos los
elegidos saben cumplir con la misión encomendada, ni representar sus
intereses, hay quienes si lo hacen tal como el soberano lo reclama; pero
quienes se aprovechan del ejercicio de ese poder especulan a favor de
sus intereses particulares, no cumpliendo con el deber estipulado y
burlando la fe popular.
Es común la entrega y la traición al pueblo no
bien los intereses toman ubicación en el juego político; pues es sabido
que la verdad no guía a la fortuna y el pueblo no da embajadas, ni
obispados, ni pensiones…
Nos preguntamos: ¿Cuál es el objeto del Contrato Social…? ¿Cuál es su fin?
El fin del contrato social es la conservación de
los contratos. Quien quiere el fin, quiere también los medios, y estos
son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas.
Otro de los temas que cuenta con resonante
actualidad es el “estado de sitio” y la implantación de la pena de
muerte. Son estos dos temas de candente actualidad en nuestro medio,
pero no debemos desconocer el origen de éstas medidas ni las épocas que
las precedieron. Si bien el hombre o el pueblo llegan a someterse a la
voluntad de circunstancias que llevan al bien común, no lo hacen en la
totalidad del significado someter, pues el Estado no puede condicionar
la vida de nadie.
La pena de muerte impuesta a los criminales
puede considerarse desde el mismo punto de vista; para no ser víctima de
un asesino, conciente uno en morir si llega a serlo. Si en algo
llegamos a valorarnos y a tener conciencia de nuestros propios actos es
importante por lo menos que lleguemos a respetarnos, no como gobernantes
ni como reyes, simplemente como personas y humanos que somos, pues si
algo tenemos en común es eso, nuestra absoluta humanidad.
No soy hombre por malvado que sea, a quién no
puede hacerse bueno para alguna cosa. No hay hombre derecho para hacer
morir ni aún para que sirva de escarmiento, sino aquel a quién no se
puede conservar sin peligro.
En un Estado bien gobernado hay muy pocos
castigos, no porque se perdone mucho, sino por que hay pocos criminales:
la multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado marcha a
su ruina.
Un Estado nunca podrá ser bien gobernado o no
será considerado como tal, si en sus funciones no se deja ver el real
sentido de la justicia, la equidad y la fuerza aquilatable que sostenga
las estructuras básicas del buen obrar. Se puede ser bueno y generoso lo
que no quiere decir que haya en esa bondad y en esa generosidad la
dosis de justicia necesaria para justificar el obrar ejercido.
Toda justicia viene de Dios: él sólo es su
origen pero si nosotros supiéramos recibirla de tan alto, no tendríamos
necesidad ni de gobierno, ni de leyes.
Es decir que somos justos de una manera muy
limitada no es reconocer nuestra poca capacidad de igualdad que en muy
pocas ocasiones toma participación total. Ya que no tenemos la
conciencia en las condiciones que requiere una buena administración de
la justicia, es evidente que necesitamos la función de un legislador que
en la oportunidad actuará como juez de lo que serán nuestras futuras
acciones.
El legislador es por todos respetado como un
hombre extraordinario en el Estado. Si lo ha de ser por su talento, no
lo es menos por su empleo. Este no es ni magistratura ni soberanía. Este
empleo que constituye la República no entra en su constitución, es un
ministerio particular y superior, que nada tiene de común con el imperio
humano; porque si el que manda a los hombres no debe mandar a las
leyes, tampoco el que manda a las leyes debe mandar a los hombres; de lo
contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones no harían más que
perturbar sus injusticias y nunca podría evitar que sus miras
particulares alterasen la santidad de su obra.
Hablar de leyes, de pactos y de legisladores es hablar de su único depositario y fiel intérprete de toda situación: el pueblo.
Es éste quién ha de aprobar o rechazar las normas que habrán de imponerle ante el curso de su acción.
Así como un arquitecto antes de construir un
edificio observa y profundiza el suelo para ver si puede sostener su
peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes
buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las
destina está en el caso de soportarlas.
Para Rosseau, el pacto vendría a estar
condicionado no por lo cualitativo, sino por lo cuantitativo. Y hay en
esto, no sólo una apreciación personal basada en una creencia, sino en
un principio hedónico si se quiere, pues cuanto más se extiende el
vínculo social – acota el autor – tanto más se debilita y generalmente
un Estado pequeño es más fuerte que uno mayor.
Un cuerpo político puede medirse por dos maneras
a saber: por la extensión de su territorio y por el número de sus
habitantes, y entre una y otra de éstas medidas hay una relación muy a
propósito para dar al Estado su verdadera grandeza.
Dijimos en un comienzo que Rosseau fue
considerado el padre espiritual de la Revolución Francesa y no en vano
sus críticos así lo señalaron. Éste, desde su juventud estaba inspirado
en las ansias de la libertad individual, así fue su obra una muestra
cabal de suficiencia, y un notable adelanto a la época que lo ubica
entre sus contemporáneos, como a un visionario.
Esta obra marca un adelanto a lo que más tarde serían los postulados de la Revolución de 1789.
Si buscamos en que consiste precisamente el
mayor de todos los bienes, que debe ser el fin de todo sistema de
legislación, encontraremos que se reduce a estos dos objetos
principales, la libertad y la igualdad : la libertad, porque toda
sujeción particular es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del Estado y
la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.
Publicado diario La Hora, 1975
No hay comentarios.:
Publicar un comentario