lunes, 25 de enero de 2016

ROSSEAU … LA VIGENCIA DE UN CONTRATO SOCIAL DESPUÉS DE DOSCIENTOS AÑOS NOTA II


                                        Una de las particularidades sobresalientes de éste libro es el especial lenguaje que utiliza el autor a lo largo de la obra.

Observamos la sutileza tan particular con que ataca y el brío entusiasta cuando defiende.  Otro modo original encontrado en la obra, es la significación personal que da Russeau a algunas palabras como desconociéndolas en su interior y ajustándolas a la vez a su propia interpretación.

Vale como ejemplo, llamarle al pueblo – en el sentido amplio de su palabra- y considerarlo como la “voluntad general”, es una característica muy especial que se debe resaltar.

Expresa que la primera y más importante consecuencia de los principios aquí establecidos es que sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común. 

Se establece de ésta manera que sólo el pueblo puede guiar las fuerzas del Estado. ¿Pero hasta qué punto puede esta afirmación tener vigencia, si tenemos en cuenta que estas palabras sólo sirven en la teoría?

Se dice que la soberanía es enajenable cuando el pueblo es su depositario, y esto no excluye la idea de la disolución de la  soberanía de un pueblo, cuando éste se somete a las órdenes de un amo.

Tengamos en cuenta que el Poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.

Por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues es la voluntad es general o no lo es; o es la voluntad de todo el pueblo o tan solo de una parte. 

Y es aquí en donde viene a sobresalir el juego político, pues el soberano al conceder por medio de su voluntad el poder a una persona, lo hace depositando su plena confianza y garantía en el ser elegido y  éste debe rendir cuentas a esa voluntad general de los actos que realiza y de las decisiones que emplea pero no todos los elegidos saben cumplir con la misión encomendada, ni representar sus intereses, hay quienes si lo hacen tal como el soberano lo reclama; pero quienes se aprovechan del ejercicio de ese poder especulan a favor de sus intereses particulares, no cumpliendo con el deber estipulado y burlando la fe popular. 

Es común la entrega y la traición al pueblo no bien los intereses toman ubicación en el juego político; pues es sabido que la verdad no guía a la fortuna  y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones…

Nos preguntamos: ¿Cuál es el objeto del Contrato Social…? ¿Cuál es su fin?

El fin del contrato social es la conservación de los contratos. Quien quiere el fin, quiere también los medios, y estos son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas.

Otro de los temas que cuenta  con resonante actualidad es el “estado de sitio” y la implantación de la pena de muerte. Son estos dos temas de candente actualidad en nuestro medio, pero no debemos desconocer el origen de éstas medidas ni las épocas que las precedieron. Si bien el hombre o el pueblo llegan a someterse a la voluntad de  circunstancias que llevan al bien común, no lo hacen en la totalidad del significado someter, pues el Estado no puede condicionar la vida de nadie.

La pena de muerte impuesta a los criminales puede considerarse desde el mismo punto de vista; para no ser víctima de un asesino, conciente uno en morir si llega a serlo. Si en algo llegamos a valorarnos y a tener conciencia de nuestros propios actos es importante por lo menos que lleguemos a respetarnos, no como gobernantes ni como reyes, simplemente como personas y humanos que somos, pues si algo tenemos en común es eso, nuestra absoluta humanidad.

No soy hombre por malvado que sea, a quién no puede hacerse bueno para alguna cosa. No hay hombre derecho para hacer morir ni aún para que sirva de escarmiento, sino aquel a quién no se puede conservar sin peligro.

En un Estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no porque se perdone mucho, sino por que hay pocos criminales: la multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado marcha a su ruina.

Un Estado nunca podrá ser bien gobernado o no será considerado como tal, si en sus funciones no se deja ver el real sentido de la justicia, la equidad y la fuerza aquilatable que sostenga las estructuras básicas del buen obrar. Se puede ser bueno y generoso lo que no quiere decir que haya en esa bondad y en esa generosidad la dosis de justicia necesaria para justificar el obrar ejercido.

Toda justicia viene de Dios: él sólo es su origen pero si nosotros supiéramos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno, ni de leyes.

Es decir que somos justos de una manera muy limitada  no es reconocer nuestra poca capacidad de igualdad que en muy pocas ocasiones toma participación total. Ya que no tenemos la conciencia en las condiciones que requiere una buena administración de la justicia, es evidente que necesitamos la función de un legislador que en la oportunidad actuará como juez de lo que serán nuestras futuras acciones.

El legislador es por todos respetado como un hombre extraordinario en el Estado. Si lo ha de ser por su talento, no lo es menos por su empleo. Este no es ni magistratura ni soberanía. Este empleo que constituye la República no entra en su constitución, es un ministerio particular y superior, que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda a los hombres no debe mandar a las leyes, tampoco el que manda a las leyes debe mandar a los hombres; de lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones no harían más que perturbar sus injusticias y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.

Hablar de leyes, de pactos y de legisladores es hablar de su único depositario y fiel intérprete de toda situación: el pueblo.

Es éste quién ha de aprobar o rechazar las normas que habrán de imponerle ante el curso de su acción.

Así como un arquitecto antes de construir un edificio observa y profundiza el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en el caso de soportarlas.

Para Rosseau, el pacto vendría a estar condicionado no por lo cualitativo, sino por lo cuantitativo. Y hay en esto, no sólo una apreciación personal basada en una creencia, sino en un principio hedónico si se quiere, pues cuanto más se extiende el vínculo social – acota el autor – tanto más se debilita y generalmente un Estado pequeño es más fuerte que uno mayor.

Un cuerpo político puede medirse por dos maneras a saber: por la extensión de su territorio y por el número de sus habitantes, y entre una y otra de éstas medidas hay una relación muy a propósito para dar al Estado su verdadera grandeza.

Dijimos en un comienzo que Rosseau fue considerado el padre espiritual de la Revolución Francesa y no en vano sus críticos así lo señalaron. Éste, desde su juventud estaba inspirado en las ansias de la libertad individual, así fue su obra una muestra cabal de suficiencia, y un notable adelanto a la época que lo ubica entre sus contemporáneos, como a un visionario.

Esta obra marca un adelanto a lo que más tarde serían los postulados de la Revolución de 1789.

Si buscamos en que consiste precisamente el mayor de todos los bienes, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, encontraremos que se reduce a estos dos objetos principales, la libertad y la igualdad :  la libertad, porque toda sujeción particular es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del Estado y la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.


Publicado diario La Hora, 1975

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